El mexicano, orgulloso hasta la médula de recetas y tradiciones gastronómicas que han pasado de generación en generación, ve en su mesa diaria no sólo sustento físico sino espiritual. Un enlace inquebrantable con la historia e identidad colectiva. Sin embargo, en este altar de la mexicanidad, se han colado, con sutileza digna de estudio, productos que han sabido camuflarse entre los sabores tradicionales.

Imaginémonos una mañana cualquiera en la diversa geografía de nuestro México. El sol despereza los rincones más escondidos de nuestras casas, y con él, el aroma a café se eleva. Pero, ¡sorpresa!, no es cualquier café. Responde al nombre de Nescafé, cortesía de unos amigos suizos que han sabido colarse en nuestras rutinas matutinas.

Entre los venerables platillos de nuestra gastronomía encontramos infiltrados que han sabido ganarse un lugar en el corazón y, sobre todo, en el paladar mexicano.

Un ejército de rebanadas color marfil, Bimbo, aunque ideado por mexicanos, esgrime la estrategia de una corporación que juega en grandes ligas como el mayor productor global de pan. Arrastrando de paso el valor nutricional del pan y su pertinencia cultural, trayendo carbohidratos vacíos y un titipuchal de químicos para proporcionar textura, color y sabor por meses.

Qué decir del chocolate Abuelita. Dulce tentación cobijada bajo el manto de la tradición, pero que, curiosamente, también responde al llamado del conglomerado suizo Nestlé. Este chocolate, que lleva el nombre de la familiaridad, ha sabido adaptarse y sobrevivir, convirtiéndose en un imprescindible a pesar de su linaje globalizado y pésima calidad en relación azúcar-cacao.

Esta invasión culinaria es reflejo de un fenómeno más amplio. La conclusión es polémica, pues el paladar mexicano, famoso por su exigencia y fidelidad a los sabores, lleva décadas colonizado. Arrastrando a productores primarios, transformadores, patrimonio biocultural y nutrición de un trancazo.

México es un relativamente pequeño productor de café. Se tiene que juntar con el Caribe y Centroamérica para rebasar el 10% de participación mundial. Pero somos productores. De cafés de alta especialidad y otros no tanto. Suficiente para atender el mercado nacional y exportar calidad. No obstante, el café más vendido en México es el Nescafé. Café producido de las variedades inferiores del gran gigante cafetalero, Brasil. ¿Por qué? No es dinero o disponibilidad, en Estados Unidos el Nescafé sobrevive gracias al mercado de compas y paisas emigrados.

¿Cómo es posible que, siendo México el edén de tantos productos agropecuarios, no haya desarrollado y socializado una cultura gastronómica que democratice producción y consumo? La respuesta yace en el mismo corazón de nuestra historia.

México es un país de contrastes y de encuentros: entre culturas, tradiciones y, por supuesto, sabores. Sin embargo, este encuentro no siempre ha sido equitativo. La herencia colonial y los subsiguientes modelos económicos y sociales han privilegiado el desarrollo de ciertos sectores sobre otros, dejando a la agricultura y a la gastronomía en un segundo plano. Relegados a la subsistencia o al turismo, o a brutales monopolios casi siempre extranjeros. Cada mordida y cada sorbo no solo debe ser un acto de placer, sino también de resistencia y reivindicación de lo que somos.