En el lejano 2015, cuando el reloj de Puebla aún marcaba con precisión el pulso anheloso de Rafael Moreno Valle, dos cheques —cada uno por cerca dieciocho millones de dólares, algo así como doscientos setenta millones de pesos de entonces y trescientos cincuenta a valor de hoy— fueron firmados con la solemnidad de quien se creía destinado en transformar Puebla e ir por Los Pinos.
Su destino (el de los cheques) parecía inobjetable: blindar la infraestructura del estado contra desastres naturales, y a la producción agropecuaria de siniestros climatológicos. Sin embargo, aquellas pólizas — especialmente el Seguro Agropecuario Catastrófico— quedaron atrapadas en el desagrado popular y el fango de la operación discrecional.
Los métodos de verificación, laberínticos y burocráticos; los pagos, sujetos a reserva; las sumas, modestas para quien imaginaba en un seguro una manera de hacerse rico. Todos los seguros son engorrosos de cobrar, imagínese uno gestionado desde el estado. No por nada menos del 2% del campo nacional tiene actualmente algún esquema de seguro, en esos años menos de la mitad.
No importó que el estado desembolsara apenas una quinta parte de la prima y que la Federación completara el resto del seguro agropecuario. Tampoco que, por cada peso invertido por el estado, regresaran cuatro en indemnizaciones: el ánimo colectivo agropecuario ya había sido vacunado contra la lógica financiera, azuzado por los manejos políticos de alguien con intereses presidenciales.
Satanizar el instrumento financiero resultó en una melodía perfecta para la Cuarta Transformación, cuya orquesta prefiere repartir a destajo, guiada por la batuta de la discrecionalidad. Resulta menos complicado que explicar las cláusulas de un seguro.
Es una complicación clara, ese tipo de soluciones no son para ese tipo de problemas. Cuando son pequeños son manejables desde el bolsillo, pero cuando crecen… las cuentas para medio parchar las cosas son estratosféricas, e imposibles de esquivar. ¿De dónde será reflejo que la principal causa de descapitalización familiar de los mexicanos es una emergencia médica?
La muestra más clara son las municiones estatales para lidiar con el monstruo del cambio climático y el capricho de la naturaleza: 50 balas. Cincuenta millones de pesos es lo que tiene la Secretaría de Desarrollo Rural para la atención a siniestros agroclimáticos en el campo poblano (de a seis mil devaluados por hectárea, que ese es otro tema) y se van como agua. Tan solo la semana pasada, en un evento de indemnizaciones en Huejotzingo para 185 personas afectadas por heladas y granizadas se gastaron una de estas balas de plata: 1 millón de pesos.
Y si se acaban esos 50 millones el gobernador Armenta no titubearía un instante en asignar una partida especial del… ¿doble, triple, cuádruple? Recuerde que la superficie agrícola de Puebla es cien veces lo que cubre el presupuesto actual, y valuada varias veces más que seis mil pesos por hectárea. Ya para esos volúmenes de problemas mejor comprar un seguro…
El cambio climático ha convertido cada tormenta en una lotería a la inversa y apenas estamos abriendo la temporada de lluvias y ciclones tropicales 2025. Las grandes incertidumbres de la naturaleza las hemos amplificado por varias veces, convirtiendo a la agricultura en uno de los negocios (o maneras de vivir) más inseguros del mundo. No hay certeza de que mañana no pase el evento climático que en otros años era cada cinco generaciones; tan solo espere las lluvias torrenciales y granizadas bíblicas de esta temporada.
No podemos seguir exigiendo que más mexicanos vivan del campo. Es duro decirlo, pero necesario: necesitamos ir imaginando un país donde menos personas dependan directamente de la agricultura, consolidando lo existente, si queremos proteger tanto la vida de esos individuos como la soberanía alimentaria de todos. No porque el campo no sea importante, sino precisamente porque lo es demasiado como para dejarlo en manos del azar climático, o la voluntad del individuo, que ya tiene suficiente con la circunstancia de ser mexicano.