En algún lugar de la llanura donde la soledad se arrastra como perro sarnoso, se esconde un mal antiguo y voraz. Su presencia se siente en cada respiro pesado del ganado, en cada mirada vacía de los ganaderos que han visto demasiado.

El gusano barrenador del ganado llega silencioso, invisible a los ojos de los desprevenidos, pero su marca es inconfundible. En la herida abierta de una vaca, en el costado desgarrado de un cerdo, en el tajo fresco de un caballo, o una lesión expuesta de un humano, allí deposita su simiente maldita, y la carne viva se convierte en su festín.

Los hombres del campo lo conocen bien. Lo han visto devorar desde dentro, consumir lentamente a su presa, mientras el animal se retuerce en un dolor mudo, con los ojos apagados por el tormento. Han oído los gemidos desesperados del ganado, los gritos ahogados de criaturas inocentes que nada entienden de esta plaga.

El gusano barrenador no se contenta con devorar la carne, no. Se alimenta también del alma. Consume la esperanza, arranca de raíz la alegría.

Por eso, es un milagro moderno que entre 1972 y 1991 México haya reducido casi al 100% su incidencia. Con una iniciativa tan masiva, intrincada y profundamente extraña que parece un esquema idiota de fornicación insectil, pero que, sorprendentemente, está funcionando.

Y el mecanismo es harto peculiar, bombardear diario desde avionetas la frontera entre Panamá y Colombia con millones de larvas bañadas con radiación.

La lógica es sencilla. Todo comienza en una fábrica donde se crían millones de moscas barrenadoras cada semana. Una vez que las larvas están listas, se exponen a radiación con cobalto, lo que las esteriliza sin matarlas. Estas moscas estériles son luego empaquetadas y transportadas en aviones especialmente adaptados para lanzarlas sobre regiones específicas. En un vuelo de cuatro horas, un avión puede liberar hasta 2.1 millones de moscas, que despiertan en su caída libre y comienzan su misión: aparearse con las moscas salvajes y cortar de raíz la reproducción del gusano barrenador.

Esta iniciativa comenzó en Estados Unidos, que veía complicado poder ejercer un control sanitario en un país tan ancho como el suyo. Así, en 1972 Estados Unidos negoció con México para controlar Sonora, Chihuahua y las Californias. Viendo la efectividad fueron avanzando hacia lo más estrecho del continente. Los más veteranos recordarán que en 1983 la iniciativa de terminar con el gusano barrenador del ganado llegó a Puebla.

Para 1991 todo México estaba controlado, empujando cada año por Centroamérica este ambicioso proyecto. En 2001 se alcanzó la parte más estrecha del continente, la frontera entre Panamá y Colombia.

Controlar el gusano en México nos tomó 19 años, la friolera de 250 mil millones de moscas estériles, y 58 mil horas de vuelo para regarlas por todo el territorio nacional. Tan solo nos costó 800 millones de dólares, de los que pagamos apenas 160, pues el resto lo auspició el mayor beneficiario de ello, Estados Unidos.

Hace algunos años tuvimos una minicrisis en Chiapas, pues la fábrica falló y comenzó a liberar larvas fértiles. Cuba sigue siendo una nación donde abunda el gusano, lo que termina con brotes en lugares como Florida. Pero en general la erradicación del gusano barrenador del ganado es una historia de éxito, transferencia de capacidades y empoderamiento de las naciones para acabar con un gusano que se come en vida la carne tibia de los mamíferos.