En el sistema legal mexicano uno podría argumentar que la claridad es una virtud escasa, pero si en algún rincón del entramado existe una verdadera niebla, esa es la que envuelve el mundo agrario. Aquí, el desconocimiento se erige como norma y a nadie parece importarle demasiado.

Mientras que las reformas al Poder Judicial de la federación levantan pantomimas a favor y en contra, los tribunales agrarios son el ejemplo perfecto para darnos a entender que les vale gorro —a todos los políticos— la justicia.

Si la deliberación es un pilar de la democracia, entonces la sesión del miércoles pasado en el Congreso de la Unión fue una obra burda. Sin debate, sin un murmullo de disenso, los legisladores ratificaron a los 10 nuevos magistrados agrarios propuestos por López Obrador. Treinta votos a favor y ninguno en contra o abstención. En este episodio, la unanimidad no reflejaba consenso, sino apatía de una oposición solo existe cuando se tratan sus intereses.

Los sueldos de los jueces han sido una papa hirviendo en la federación, pero no para los agrarios, pues su ley orgánica tiene un artículo dedicado exclusivamente a asegurar que sus emolumentos no puedan ser reducidos durante su cargo. En un país donde la austeridad es una consigna, este blindaje salarial parece chiste de mal gusto. Pero ¿cuánto cuesta realmente este sistema agrario, al margen de la atención pública?

Durante 2023, entre el Tribunal Superior Agrario (TSA) y los 54 Tribunales Unitarios Agrarios (TUA), se ejerció un presupuesto de 984 millones de pesos. Pero, ¿eso es mucho o poco?

Incluso si reducimos la mirada a Puebla, donde tenemos dos tribunales y menos de 40 personas laborando, con un presupuesto de 20 millones de pesos, que atendieron unos 3 mil asuntos el año pasado, son cifras que se disuelven en nuestra nebulosa comprensión sobre el sistema agrario.

Y es aquí donde reside el verdadero meollo del asunto. Buena parte del futuro nacional está atrapado en los ejidos, en un esquema legal paralelo y frecuentemente en conflicto con la modernidad. Este sistema de tenencia de la tierra, que en su momento fue una respuesta a las demandas sociales de la Revolución, hoy se revela como una barrera que impide el desarrollo y genera incertidumbre.

Tomemos como ejemplo el caso del ejido "El Bajío", en Caborca, Sonora, justo al lado del mayor proyecto solar del país en Puerto Peñasco. Allí, los conflictos ejidales terminaron en un presunto despojo de 3 mil hectáreas de zonas mineras —de donde se han extraído 560 millones de dólares en oro— y la magistrada titular tribunal agrario con sede en Hermosillo se suma a 20 años de litigios sin resoluciones.

¿Cómo puede un sistema tan crucial para el desarrollo nacional estar en manos de tribunales que parecen operar en una dimensión paralela, alejada del escrutinio público y la rendición de cuentas?

Cada año, sin excepción desde que se mide, los tribunales agrarios dejan más de 37 mil casos en trámites. Estos casos no solo representan disputas legales; son la encarnación del mayor miedo del ser humano: la incertidumbre. Y esta incertidumbre gira en torno a uno de los aspectos más primitivos y esenciales de la existencia humana: la posesión y tenencia de la tierra.

Mientras los políticos debaten reformas que prometen modernizar y democratizar, los ejidatarios siguen atrapados en un sistema que no entienden y que no los entiende, donde sistema y sistematizados no entienden los tiempos que les tocaron vivir. Una verdadera tragedia que afecta 51 de cada 100 metros cuadrados del país, porcentaje en posesión ejidataria y comunal; buena es la justicia si no la doblara la malicia.