El entramado de producción agrícola y ganadera que alguna vez fue símbolo de un México trabajador y honesto, hoy se ve asfixiado por una realidad tan cruda como la tierra que cultiva: el crimen organizado ha impregnado cada rincón, cada proceso, cada etapa de la cadena productiva. Desde el cultivo de limones en Michoacán hasta la producción cárnica en Sinaloa, la sombra alargada del crimen ha convertido a estas industrias en un terreno fértil para la corrupción, la violencia y la desesperanza.

Michoacán, con sus paisajes verdes y tierra generosa, debería ser un paraíso para quienes trabajan en el campo. Pero el paraíso se ha convertido en un infierno, y los limoneros están atrapados en él.

Es un ciclo perverso: los limoneros trabajan, pero no para ellos mismos ni para sus familias, sino para los criminales que se presentan a cobrar su parte del botín. No importa cuánto se esfuercen, siempre están en deuda, siempre están bajo amenaza. Y cuando el peso de las extorsiones se vuelve insostenible, no les queda más remedio que parar.

Y esto pasó la semana pasada, cuando la cuota de 2 pesos por kilogramo de limón incrementó a 4, lo que volvió insostenible una industria golpeada por una temporada de precios bajos. Decenas de empacadoras y acopiadoras decidieron cerrar hasta nuevo aviso.

Pero incluso esa mínima expresión de resistencia se convierte en motivo de castigo. El crimen organizado, en su infinita avaricia y crueldad, ha llegado al extremo de multar a los limoneros por no ser lo suficientemente productivos. Como si el verdugo se quejara de que la víctima no muere con la rapidez que él espera. Ahora, Los Viagras, uno de los grupos criminales más activos en esta extorsión, amenazaron a los empaques con una multa de 1 millón de pesos si no regresaban a actividades inmediatamente.

Un infierno que consume a jornaleros, transportistas y familias enteras que viven del trabajo del campo; arrastrados en esta espiral de miseria donde la jornada se enjuta en la cara de tres Morelos al día.

Pero Michoacán no es un caso aislado. La infiltración en las industrias primarias se extiende como cáncer por todo el país. Sinaloa es otro claro ejemplo de esta realidad. Aquí, el poder no se mide en cabezas de ganado o hectáreas, sino en la capacidad de tejer redes de complicidad que llegan hasta las más altas esferas del crimen organizado.

El ojo del huracán no podría ser más diverso. Jesús Vizcarra, dueño de uno de los mayores productores de carne del país, la poderosa empresa SuKarne, y de la noble empresa Salud Digna. El narcotraficante Ismael «El Mayo» Zambada, compadre de Vizcarra, y uno de los mayores exportadores de fentanilo a Estados Unidos. El asesinado rector de la autónoma de Sinaloa, Héctor Melesio Cuén Ojeda, amigo personal del Mayo. Y Rubén Rocha, gobernador de Sinaloa y asiduo usuario de los aviones privados de la flota SuKarne, mismo que habría usado para estar fuera de México el día del «secuestro» del Mayo y asesinato de Cuén.

En este contexto, ¿qué posibilidades tienen los pequeños ganaderos, los trabajadores de los ranchos, los comerciantes locales, usted o yo? Ninguna. Atrapados en un sistema que utiliza y desecha a voluntad, donde el único objetivo es enriquecer a quienes controlan los negocios desde las sombras.

Las industrias primarias de México, esas que deberían ser el motor de nuestro desarrollo, se han convertido en el campo de juego de los criminales. Se han transformado en blanco fácil para la extorsión, en centros ideales para el lavado de dinero, en mecanismos eficientes para el tráfico de drogas.

El verdadero peligro aquí no es solo la violencia, no son sólo las balas que matan o las amenazas que paralizan. El verdadero peligro es la normalización de esta situación, la aceptación de que así son las cosas y que no podemos hacer nada para cambiarlas.