En una mano, la antorcha del progreso; en la otra, la cadena del miedo al cambio. Ahora, en la encrucijada del milenio, que apenas inicia, cuando se nos presenta la oportunidad de liberarnos de las pesadas cadenas del trabajo, nos aferramos, entre otras cosas, a no perder el control sobre nuestras propias creaciones.

Los robots, hijos bastardos de la revolución industrial, han pasado de ser meros instrumentos a entidades casi autónomas, capaces de realizar tareas que antaño requerían el sudor y la sangre del proletariado. Estos robots no son toscas máquinas que mueven y aplanan fierros. Entes capaces de entender su entorno, tomar decisiones calculadas, manipular tejidos frágiles o resanar paredes en los ángulos más complicados.

En un giro irónico digno de la más oscura sátira, hemos decidido que estas máquinas, estas criaturas de código y metal, deberían pagar por su existencia en la forma más humana posible: con impuestos.

Imponer un impuesto a los robots, a sus vertiginosos avances y copiosas producciones industriales, es una suerte de redención tardía y vergonzante para una humanidad que, tras siglos de explotación desenfrenada, encuentra en sus propias creaciones un espejo perturbador.

Hemos decidido, aunque sea por fuerza del miedo a nuestra conciencia, que ser zánganos podría ser éticamente aceptable, siempre y cuando nuestra pereza vista de responsabilidad social.

Aquí radica la diferencia de nuestros tiempos: mientras que en el pasado la esclavitud se justificaba en base a la fuerza bruta o la supuesta inferioridad de razas o especies, hoy la esclavitud tecnológica confronta un futuro distinto.

¿Qué es el trabajo sino una maldición como un yugo? Desde la primera vez que un ser humano tomó una herramienta en sus manos, el trabajo ha sido visto como la única vía para la supervivencia, la dignidad y, en el peor de los casos, la esclavitud.

Ahora, cuando la posibilidad de liberar a la humanidad de esta carga se presenta en la forma de robots que pueden hacer nuestro trabajo por nosotros —mejor que nosotros— reaccionamos con un pánico que solo podría entenderse si, en lo más profundo de nuestra psique colectiva, supiéramos que sin el trabajo no somos nada.

Las elecciones modernas ofrecen un espectáculo que ni el más delirante de los dramaturgos hubiera podido imaginar. Los candidatos se debaten no por quién puede impulsar el progreso, sino por quién puede frenarlo con mayor eficacia. Robots, que, en su eficiencia desmedida, amenazan con despojar a los humanos de lo único que siempre les ha dado una ilusoria sensación de propósito: el trabajo.

¿Prefiere contratar a 50 Naranjitas y barrer 50 calles? ¿O comprar una barredora, barrer 200 calles y darle una pensión digna a 25 Naranjitas? Teoría de juegos.

Esa carga que hemos llevado con orgullo y sufrimiento, es, en última instancia, una verdadera pérdida de tiempo. Usted lo sabe, y la persona a su lado, todos lo sabemos, pero es ultimadamente un prerrequisito de nuestros tiempos para sobrevivir.

Robotización y automatización son poleas que ofrece nuestra época para desprendernos de la carga del trabajo, por lo menos por unas cuantas centurias, hasta alguna reforma a la constitución que otorgue garantías individuales a los no-humanos. Un escape, un respiro en la historia de la humanidad, que tal vez, por fin, nos permita redefinir lo que significa ser humano en un mundo donde la supervivencia no requiere el sacrificio de unos, otros, o uno mismo.