Hablar de monopolios es una fiesta de disfraces donde todos van primorosamente arreglados de villanos, con Google luciendo como el malo más elegante de la tertulia. La reciente resolución del Departamento de Justicia de Estados Unidos, donde consideran seriamente la posibilidad de romper a Alphabet —empresa matriz de Google— en pedacitos más manejables, invita a reflexionar sobre la naturaleza cíclica y a veces ridículamente predecible de la historia.

El reciente fallo que acusa a Google —nombre más reconocible dentro de un grupo con valor de 2 millones de millones de dólares— de monopolizar el mercado de búsqueda en línea parece un eco distante de la historia, una advertencia que, como toda advertencia, llega tarde.

El Departamento de Justicia de Estados Unidos, figura alguna vez temida por los titanes corporativos, ahora una especie de Quijote moderno, lanzándose a la batalla contra molinos de viento mucho más poderosos y sutiles.

El gigante tecnológico de billeteras insondables ha gastado miles de millones de dólares para asegurarse de que el hemisferio occidental usara su motor de búsqueda como una extensión de su propio pensamiento.

¿Acaso alguien más lo usa diferente?  Y la respuesta es no, porque así es como funcionan los monopolios. Son tan efectivos que sus productos se vuelven parte del tejido de la vida cotidiana, casi como el oxígeno, pero con mucho mejor marketing.

Entre las alternativas que se barajan, no solo se contempla dividir a Google en fragmentos más pequeños, sino también forzarlo a compartir datos con sus competidores, lo cual es un poco como pedirle al lobo que enseñe a las ovejas a defenderse. También están considerando la posible venta de AdWords, prodigio monopólico de la publicidad en línea, y la posibilidad de deshacerse del navegador Chrome, que ya se ha convertido en algo tan esencial que 95 de cada 100 mexicanos lo usan para transitar la superautopista del internet.

Aquí es donde la historia empieza a sonar repetida. En los años 80 fue Bell System quien que se llevó la palmadita en la espalda y la orden de romperse en siete pedazos. El gobierno, con una sonrisa satisfecha, se felicitaba por haber domado a la bestia de las telecomunicaciones. Ruptura de donde surgieron las «Baby Bells» pequeñas empresas que, con el tiempo, demostraron ser voraz copia fiel de su origen.

Verizon, AT&T, y otras compañías que emergieron de esa separación, no sólo sobrevivieron, sino que prosperaron y volvieron al redil —devorando todo a su paso de regreso— en una suerte de círculo irónico de la vida empresarial. AT&T acabó comprando casi todo de vuelta, con el esfuerzo del Departamento de Justicia como un fútil ejercicio de gimnasia burocrática.

La pregunta que surge ahora es si esta ruptura potencial de Google sería otra repetición de esa farsa histórica. ¿Realmente se puede fragmentar a una corporación que ha entrelazado sus tentáculos en la esencia misma de cómo pensamos, buscamos, y entendemos el mundo? Lo otro nomás eran llamadas, y de pésima calidad.

El acto cotidiano de la búsqueda en línea ha sido cuidadosamente cultivado hasta convertirse en la definición misma: googléalo.

Y cuando, inevitablemente, la historia se repita y los fragmentos de Google se reúnan de nuevo bajo una nueva forma, nos consolaremos con la idea de que al menos lo intentamos. Tal vez incluso, al igual que con AT&T, nos sorprenderemos al descubrir que las piezas separadas pueden ser más rentables que el todo; al menos para los accionistas. No deberíamos sorprendernos si, al final, todo vuelve a ser lo mismo, pero tantito peor. La historia no tiene la costumbre de cambiar sus lecciones sólo porque nos negamos a aprenderlas.