La caña de azúcar, tan dulce en la boca y amarga en sus consecuencias, se ha convertido en una espina para Puebla. Social y medioambientalmente el impacto de la industria azucarera en nuestro estado es agridulce.
Económicamente, la caña no es cualquier cultivo. En México, genera más de 50 mil millones de pesos al año en materia prima —por usar un ejemplo cualquiera, el jitomate ronda los 36— y en Puebla se quedan abajito de 2 de esos 50. Cuando se transforma en azúcares y alcoholes, la cifra se multiplica. Lo que solo significa una cosa en este país.
La violencia, como sombra inseparable de este sector, se ha cernido sobre Puebla y la vara dulce. En 2020, una oleada de agresiones dejó cuatro líderes cañeros muertos en el Valle de Matamoros. La historia se repitió similar en 2023 para amedrentar sindicatos.
Pero si el costo social es alto, el ambiental es descomunal. La caña ocupa menos de 20 mil hectáreas en el estado, apenas para ser el 8° cultivo en superficie, palideciendo ante el café —cuatro veces más— o el maíz —28 veces—, sin embargo, su huella contaminante es brutal.
El proceso azucarero libera aguas tóxicas que envenenan ríos y suelos. Residuos sólidos contaminados de bagazo, excesivos fertilizantes, desmedidos agroquímicos y la compactación de suelos convierten los cañaverales en terrenos objetivamente estériles.
Otro problema mayúsculo es el uso intensivo y despilfarrador de agua. Las plantaciones son auténticos criaderos de mosquitos, explicando en parte por qué Izúcar de Matamoros, el municipio que más caña siembra del estado, también encabeza el índice de dengue poblano.
Todo incentivado por una industria sumida en un atraso que no se resolvió con la privatización de los ingenios con Salinas de Gortari. Equipos obsoletos de más de 50 años, calderas a base de combustóleo o bagazo húmedo que llenan el aire de contaminantes. Mientras, los productores siguen apostando por la quema de los campos ante la necedad o imposibilidad financiera de mecanizar. Que trabajen las llamas.
En este contexto, el ingenio Calipam, en Calipan, Coxcatlán, allá por donde se junta Puebla, Oaxaca y Veracruz, cayó. Se declaró en quiebra, acumulando deudas al ritmo de 26 millones de pesos a sindicalizados y 48 más a externos.
Este ingenio, único en Latinoamérica al ser orgánico —dicen—, registraba desde hace varios años problemas de liquidez, en buena parte debido a las problemáticas familiares que lo rodearon. Mariano García González, ostentado como dueño de Calipam, fue yerno de quien fuera el mayor embotellador de Pepsi, viera en las privatizaciones de Gortari el chance de integrar verticalmente uno de sus mayores insumos, y se volviera el mayor productor del azúcar del país. Todo se desplomó.
La caña ya está a punto, solo falta dejarla cosa de un mes sin riego para concentrar los azúcares, lo que deja efectivamente un mes para intentar rescatar lo sembrado. Eso deja dos salidas. San Nicolás a 200 kilómetros en Veracruz, o Axuxco a 20 minutos en Miahuatlán.
La respuesta debería ser obvia, pero lo puesto en Axuxco, inicialmente como alcoholera, ahora medio azucarera, no tiene capacidad para procesar los volúmenes que existen; sumado a acusaciones de ser el único ingenio de Veracruz, Puebla o Oaxaca que no respeta los precios estándar, ya ni se diga los plazos de pagos.
Además, la vinculación popular de la fábrica es con Edy Monterrosas, heredero de la alguna vez familia más poderosa del mezcal en Oaxaca, caciques de Matatlán, centro del espirituoso en dicho estado. Familia que, por cierto, en su mayoría pereció en un accidente de avión harto misterioso en Chiapas.
El secretario de gobernación estatal —Aquino Limón— anunciaba hace algunas semanas que se buscaría rescatar a la industria transformándola de azucarera a alcoholera, lo que trajo más dudas que respuestas por razones e individuos que podrá ligar.
El ingenio de Coxcatlán en su caída no le hace honor a la tierra que lo acoge, menos a la industria de ingenio que clamaba pertenecer. Las evidencias arqueológicas más antiguas muestran que aquí, en Coxcatlán, es donde hace milenios el ingenio mesoamericano domesticó la furia del maíz, la dulzura de la calabaza, la humildad del frijol y la nutrición del amaranto. La ruina de Calipam no es solo financiera: es una metáfora del tiempo perdido, de ciclos que se cierran sin dignidad ni propósito. No queda ni rastro de aquel antiguo dominio del hombre sobre la naturaleza, somos indignos herederos de aquellos ingenieros agrónomos fitomejoradores que forjaron Mesoamérica.