Hay remedios que se anuncian y venden como santa cura, pero que terminan, inevitablemente, por inflamar la herida. México lleva siglos aplicándose ungüentos de emergencia: algunos queman la piel, otros supuran vileza burocrática y casi todos dejan cicatrices curiosamente provechosas para quien administra el frasco. 

Hoy el gobierno federal se apresura a frotar un bálsamo improvisado sobre la carne viva del ganado nacional, como si la prisa del teatro diplomático bastara para calmar los problemas profundos de la tierra. En ese acto farsesco —pantomima destinada a que Washington levante el dedo sancionador que nos evita exportarles ganado— se han erigido casetas de inspección que se dicen medidas contra el gusano barrenador, pero que en realidad son peajes de mordida fácil y mazmorras móviles donde las reses aguardan, bajo un sol que funde el aire, a que el funcionario de turno decida si el soborno es suficiente para franquear la barrera.

Al borde de la carretera, especialmente de los caminos que unen el sureste con el resto del país, los camiones hormiguean con el mugido desesperado de los animales. Piense Guerrero o Veracruz. Piense en más de 72 horas para pasar los retenes. No hay sombra, apenas un trapo raído que cuelga de un costado oxidado; no hay agua, salvo el sudor que se convierte en costra sobre el hocico sediento; no hay alimento, nada que no sea el propio estiércol pegado a los cascos. El remedio —una revisión sanitaria que nadie revisa— se vuelve una plaga mayor que el bicho que pretende conjurar. Sin embargo, las autoridades enumeran estadísticas con la serenidad de un contable: tantos puntos de control instalados, tantos vehículos retenidos, tanto ganado «protegido».

En el jitomate se repite la ópera, aunque cambien la iluminación y el elenco. Puebla —séptimo productor nacional— se despertó hace semanas con la noticia de que su cosecha no podrá cruzar los límites del mercado estadounidense sin tremendo arancel. El virus del castigo comercial se propaga más veloz que una bacteria: arruina contratos, congela empleos, pudre frutos antes de que alcancen la tarima del supermercado suburbano, y siembra preocupación en las zonas de Aquixtla, Cañada Morelos y Tetela de Ocampo. 

Ante la estampida, surge la idea rimbombante de un estatal Centro de Innovación y Transformación de Productos Agropecuarios y Acuícolas: CITRAA, un monumento de sílabas que promete convertir la angustia en salsa catsup, la desesperación en pasta industrial, el excedente en cápsulas nutracéuticas extraídas del jitomate.

El relato público habla de valor agregado, diversificación, oportunidades más allá del mercado en fresco. Pero la realidad obedece a los dioses del capitalismo. El mercado nacional quiere marcas conocidas, maridajes probados, texturas que su paladar reconozca a ciegas, o precios que justifiquen ignorar todo lo demás. Sale peor el remedio. 

Quien lo dude, que pregunte cuántas microempresas de mermelada artesanal fenecieron en ferias regionales, cuántos productores con fruta convertida en vinagre porque la etiqueta «hecho en casa» no compitió con los imperios azucarados. Al productor se le induce a soñar con nuevos horizontes: uno donde sus moles se vendan en tiendas del gabacho, donde su maíz molido se anuncie en vitrinas de Berlín. Cuando el entusiasmo se diluye y los tarros se cubren de polvo en la bodega, habrá pasado la tempestad mediática y otro funcionario, con idéntico semblante de curandero ilustrado, llegará a recetar la siguiente pócima.

Somos un país que confunde la medicina preventiva con el placebo populista, que amarra torniquetes a una hemorragia estructural sin haber limpiado antes la herida. El gusano barrenador, el veto al jitomate, las vacas hacinadas… no son sino síntomas de un organismo productivo intoxicado por la improvisación. Y, sin embargo, persiste el dogma de que el remedio —por más agrio, apresurado o perverso— es mejor que la enfermedad. Quizá no hemos aprendido que ciertos fármacos desencadenan alergias peores que la fiebre original; que hay vendajes que gangrenan el miembro al que pretendían salvar; que el matasanos también debe rendir cuentas del bisturí.