La ciencia en México ha sido una promesa que, cada sexenio, parece destinada a florecer y, sin embargo, siempre termina marchitándose, muchas veces sin siquiera germinar. La llegada de la nueva administración debería inaugurar una era brillante: una presidenta formada en los rigores del pensamiento académico y la promesa de una Secretaría especializada en ciencia, tecnología e innovación.

Pero en México, la ciencia se ha convertido en un mito que se resetea cada sexenio, como si bastara un cambio de nombre y un logo nuevo para dar por resuelto un rezago estructural que viene arrastrándose desde tiempos de la Revolución. Ahora CONAHCYT se llamará SECIHTI, y con la nueva secretaria al mando, Rosaura Ruiz Gutiérrez, nos prometen milagros tecnológicos. Pero ¿quién les cree a estas alturas?

De entrada, la anterior administración se despidió por la puerta trasera, sin más ceremonia que un video en Facebook Live —no es broma— donde la anterior titular de CONAHCYT, Álvarez-Buylla Roce se fue como quien abandona un grupo de WhatsApp, sin disculpas ni explicaciones claras, dejando tras de sí los peores índices de producción científica en décadas y más de 130 millones en demandas laborales por correr a investigadores que no le parecían adecuados.

Mientras tanto, la flamante SECIHTI (de horrible acrónimo) promete que México se convertirá en potencia científica, tecnológica e innovadora, pero no hay fórmula mágica capaz de transformar siglos de desidia. Si la ciencia fuera cuestión de entusiasmo, ya seríamos… bueno, otro país.

Aquí, como bien sabemos, la innovación no se encuentra en los laboratorios sino en la retórica de los informes anuales. La colaboración con la SEP —encabezada por Mario Delgado…— anunciada como gran eje de esta nueva etapa, suena más a una alineación burocrática para ocultar responsabilidades que a una estrategia coherente para catapultar al país hacia la era de la inteligencia artificial y la computación cuántica.

La promesa de Ruiz Gutiérrez de convertir a México en una potencia científica suena atractiva, pero parte de diagnósticos inciertos. No basta con renombrar para remediar décadas de desinversión, improvisación y estructuras arcaicas. La deuda heredada no es solo económica; es también moral y epistemológica. El modelo científico en México ha estado secuestrado por prácticas casi feudales, donde las ideas jóvenes son aplastadas bajo el peso de jerarquías anquilosadas.

Y es que el problema de la ciencia en México va más allá de las buenas o malas administraciones. Es un problema civilizatorio. No somos una sociedad que tolere las ideas incómodas ni los debates abiertos, la confrontación de ideas. Preferimos el consenso al conflicto, la obediencia al ingenio, la jerarquía al mérito.

Se nos dice que la ciencia será el motor del progreso nacional, pero la verdad es que aquí las carreras científicas son más una condena que una vocación. Nos guste o no, la ciencia es una disciplina meritocrática, y en México, donde el mérito suele ser visto con recelo, las probabilidades de éxito se reducen. Competimos contra el mundo, pero no estamos preparados para ser competencia.

El verdadero peligro es que el sexenio más «científico» de nuestra historia termine siendo un fracaso monumental, un espejismo que se evapore en discursos mientras el mundo avanza sin nosotros.

El anuncio de un futuro científico grandioso suena familiar, demasiado familiar, porque cada nueva ola de desarrollo tecnológico ha terminado en el mismo naufragio. Perdimos la oportunidad con todas las industrias en los últimos tres siglos, y ahora estamos a punto de dejar escapar la inteligencia artificial, la biotecnología y la transición energética. Y en un mundo donde la ciencia y la tecnología no solo determinan la prosperidad sino también la supervivencia, quedarnos atrás no es una opción; es un destino trágico que ya hemos ensayado demasiadas veces.