La noticia de que la WWE ha comprado la AAA cayó como mezcla entre huracarrana, desnucadora clásica y la de a caballo: repentina, estridente, imposible de ignorar. Hablamos de lucha libre. Para muchos fue el último episodio de un agringamiento que desde hace décadas convierte en espectáculo global aquello que nació como rito popular en las viejas arenas mexicanas. Pero el sobresalto dura poco si entendemos que el problema no es que la empresa estadounidense extienda su imperio, sino que la industria nacional jamás se tomó a sí misma con la disciplina que exigen los tiempos.
En 1933 se fundó la Empresa Mexicana de Lucha Libre y, sin sospecharlo, inauguró la modernidad de los costalazos nacionales. Hoy la llamamos CMLL, la más longeva promotora del planeta, un templo donde la tradición se guarda con celo de monja de clausura: máscaras de rigor, narración a grito pelado y cámaras que siguen grabando en formato casi analógico. Seis décadas después —1992— apareció la AAA, dispuesta a modernizar el espectáculo con luces estroboscópicas y guiones que rozaban la telenovela, sin realmente lograrlo del todo.
Del otro lado del Río Bravo, la World Wrestling Entertainment (WWE) terminó de fusionar deporte, show y parque temático desde los años ochenta, poniendo a la lucha libre en la lógica del pop global: producción millonaria, derechos de transmisión, musculatura financiera.
Quien se indigne debería preguntarse por qué los extranjeros ven valor donde nosotros vemos chingonerías, romanticismos nacionalistas, vivas México cabrones, o puro jijijis y jajajas. La respuesta se repite en otros frentes: el tequila necesitó etiquetas en inglés para volverse destilado de lujo; el barro negro, un showroom en Berlín para cotizarse como diseño; la cocina callejera, la venia de Netflix para convertirse en alta gastronomía.
No se trata de victimizarse ni de invocar un proteccionismo trasnochado, sino de asumir que la profesionalización rara vez brota del calor de la improvisación. Sin manual de marca, sin contratos que reconozcan derechos de imagen, sin métricas de rendimiento deportivo, la tradición queda atrapada en la liturgia dominical mientras el capital global afila el bisturí del marketing.
La venta de la AAA exhibe una contradicción que preferimos barrer debajo del tapete: demandamos respeto a la mexicanidad y, al mismo tiempo, reculamos cuando toca invertir en procesos, innovación y gobernanza. La WWE no llega con palas y dinamita; trae analistas de datos, fisioterapeutas y un calendario trazado a tres años. Profesionalizar no equivale a homogenizar—equivale a medir, a documentar, a pagar impuestos, a brindar contratos sólidos, a blindar la propiedad intelectual antes de que la pirateen. Si la cultura popular aspira a sobrevivir sin vender el alma, necesita un andamiaje robusto que evite depender de la generosidad del siguiente magnate con chequera firme.
Porque, seamos francos, la lucha libre mexicana vivió demasiado tiempo de la gloria vintage, esa que nos hace repetir —entre torta y refresco— que «los rudos de antes sí sabían pegar, o los técnicos de antes sí tenían clase». Y entre la nostalgia y el síndrome del puesto ambulante se perdió la oportunidad de blindar el negocio. Cuando apareció un comprador con dólares suficientes, la puerta ya estaba abierta. La queja patriótica llega tarde, como siempre.
Esto no va de entregarle la máscara de plata a la primera transnacional, ni de envolvernos en el lábaro patrio como Juan Escutia sobre la tercera cuerda del ring. Se trata de asumir que tradición sin estructura es souvenir y, lo que es peor, oportunidad ajena. La venta de la AAA solo replica un molde: talento local, capital foráneo, beneficio… foráneo.
La compra de la AAA puede leerse como un agravio o como un recordatorio: en la era de las economías creativas, la autenticidad sola no basta. Hace falta método, inversión y un marco jurídico que trate la cultura como industria y no como número de feria. Si no lo entendemos, la próxima función estelar estaremos cantando «♫Hit him with the Wilson, hit him with the Nelson, the back-breaker and the corkscrew… throw him out of the ring! ♪»