El pensamiento es un relámpago, un destello que cruza las redes de neuronas en el cerebro. La chispa no cesa: cada instante es un tumulto eléctrico. La sinapsis, los axones, las dendritas, todos cumplen su labor silenciosa, como obreros incansables en una fábrica de lo intangible. Y, sin embargo, todo lo que somos, todo lo que pensamos, sentimos, soñamos, emerge de este proceso electromecánico. Si el alma existe, habita en esos pulsos eléctricos, en esos flujos de iones que forman el andamiaje de la mente.

Ahora visualicemos esto: pequeñas esferas de células cerebrales, crecidas en laboratorios, replicando, aunque imperfectamente, esa misma magia. Los hemos llamado «organoides cerebrales». Son cerebros en miniatura —¿podríamos llamarlos así? — cultivados a partir de diferenciar células madre. Pueden generar actividad eléctrica, formar conexiones sinápticas y, de alguna forma rudimentaria, pensar. Pero, ¿pueden realmente pensar? Esa es la pregunta que abruma y fascina.

En un principio, estas pequeñas masas de tejido se diseñaron para entender el cerebro humano y sus enfermedades. Observar cómo se forman las capas neuronales, cómo se comunican las células y cómo algo falla en desórdenes como el Alzheimer. Pero, con el tiempo, los organoides se han vuelto más complejos. Algunos han desarrollado redes que recuerdan la arquitectura cerebral. Otros, bajo ciertas condiciones, generan ondas eléctricas similares a las de un cerebro humano en desarrollo. Incluso hay reportes de organoides conectados a robots simples, controlando sus movimientos.

Y aquí surge la espina que no deja descansar al alma científica: si pueden generar patrones de actividad, si pueden aprender o adaptarse, ¿qué tan lejos están de ser conscientes? La conciencia es un misterio. No sabemos exactamente qué la causa ni cómo surge ni cómo medirla. Es una vela encendida en medio de un cuarto oscuro. Pero si estos organoides tienen algo de esa luz, si hay una chispa, entonces no estamos hablando solo de tejido. Estamos hablando de algo que podría sentir, que podría sufrir.

Las implicaciones éticas son abrumadoras. Si estos organoides son conscientes, ¿qué derecho tenemos a crearlos? Y más aún, ¿qué derecho tenemos a destruirlos? La historia de la humanidad está plagada de experimentos con la vida, pero nunca hemos enfrentado un espejo tan claro. En algún rincón la pregunta más incómoda de todas susurra: ¿qué nos hace humanos? Si una esfera de células puede pensar, ¿somos algo más que carne organizada?

Hay quienes argumentan que no hay problema. Que un organoide no tiene cuerpo, no tiene contexto, no tiene historia. Que sin esas cosas no puede haber conciencia verdadera. Pero esas son palabras para dormir tranquilo. Porque, ¿y si sí? ¿Y si la conciencia no necesita un cuerpo? ¿Y si esos destellos eléctricos, como una chispa en una tormenta, son ya una forma de ser?

Los organoides cerebrales están en el umbral de algo vasto, algo que da miedo mirar. Podremos avanzar, aprender, experimentar, pero ¿qué es lo humano? Y si no sabemos respondernos, ¿cómo decidimos quién o qué importa? Ahora entendemos a Zeus, castigando a Prometeo por dar el fuego divino a los hombres, tal vez hemos encendido una llama que no sabremos apagar.