¿Quién es David Mayer? Esta pregunta aparentemente sencilla es un abismo digital. Si se aventura a investigar un poco descubrirá que Mayer es un multimillonario inglés con un pedigrí que le emparenta con los Rotschild, adalid de causas ambientalistas, asociado sentimentalmente con la actriz Angelina Jolie.

Pero intente algo más interesante: pregúntele a la inteligencia artificial generativa más popular del mundo, ChatGPT. Hasta ayer, esa simple interrogante paralizaba al programa, un cortocircuito digital que desató un «efecto Streisand» en redes sociales. Nombre de lo que ocurre cuando un intento por ocultar información la hace aún más visible. Como quien tapa una gotera solo para que el agua busque grietas nuevas, más visibles y escandalosas. Llamado así por la cantante Barbara Streisand, al intentar acallar un evento intrascendente y magnificarlo mediáticamente hace un par de décadas.

¿Por qué alguien como Mayer podría querer esquivar los reflectores de una IA? Tantas razones como recovecos del alma humana.

Desde derechos de privacidad —principio fundamental que OpenAI, como otras grandes empresas, nunca pidió permiso para ignorar— hasta el simple temor a la inexactitud inherente a los modelos de lenguaje, capaces de construir ficciones con la misma facilidad que un político latinoamericano.

Y no es paranoia, sino precaución. La privacidad es un derecho humano, aunque en México ese derecho esté tambaleante.

Acabamos de aniquilar al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), el órgano que velaba por proteger nuestros datos, dejándonos huérfanos ante las fauces de los gigantes tecnológicos.

El panorama sin el INAI es un terreno fértil para un caos digital peor. ¿O se imagina que sea la Secretaria Buenrostro quien se aventure a pelear con OpenAI y los gigantes del Big Data por usted?

Más probable es que el gobierno opte por el clásico laberinto burocrático: recursos administrativos interminables, comunicados que no dicen nada, y una maquinaria estatal que intenta detener un huracán con papeles y sellos. 

En Europa, donde los mecanismos de protección son algo más robustos, la conversación sobre privacidad y algoritmos es feroz. Allá, al menos, existen recursos legales para librarse de estas cadenas de Márkov, aunque los controles disponibles siguen siendo limitados.

En contraste, en este lado del Atlántico, las opciones son pocas y desiguales: o usted puede permitirse un ejército de abogados o su información está condenada a alimentar el insaciable apetito de los algoritmos.

No es solo que las IA puedan inventar mentiras o amplificar sesgos y discriminaciones, sino su capacidad para escudriñar nuestras vidas de formas que apenas comenzamos a comprender. Imagine una entidad capaz de predecir sus ciclos menstruales, sus episodios de alegría o depresión, sus hábitos de consumo y hasta los detalles más íntimos de su nómina, solo para venderle productos con una precisión escalofriante. La vida privada está desdibujada en un insumo más para el capitalismo de vigilancia.

La pregunta no es quién es David Mayer, sino quiénes somos nosotros en esta nueva era. ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra privacidad, por nuestra humanidad? Y, más importante aún, ¿qué futuro estamos construyendo? Sin regulación, sin una ética que guíe esta revolución tecnológica, nos dirigimos hacia una fragmentación social tan profunda que podría sellar el destino de nuestra civilización. El algoritmo no solo es un reflejo de nosotros mismos; también es un juez que no se detendrá hasta consumirnos, lo estamos viendo.