En México, no hay tiempo para sombras largas ni descansos profundos. Una nueva amenaza se alza, disfrazada de progreso. La Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT). Un nombre limpio, casi quirúrgico. Prometen trámites más fáciles, accesos más rápidos, ciberseguridad para todos. Pero detrás de esa fachada hay algo más. Algo que García Harfuch, el hombre protección, no dirige directamente, pero cuya obscuridad no se puede ignorar proyectada desde la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC).
Harfuch está en el bastión de las decisiones contundentes y las estrategias que prometen orden. Su rostro es un arma en sí misma: pulcro, seguro, confiado. El verbo que habrá tenido Clara Brugada para ganarle a esa carita, aunque Sinaloa se desangre.
Mientras tanto, la Agencia opera con independencia, pero las líneas entre sus funciones y las de la Secretaría son tan delgadas como un susurro. Lo que hace la Agencia se alinea demasiado bien con el lenguaje de Harfuch, con su estilo de control preciso. Su titular, José Antonio Peña Merino, Pepe Merino, que le debe todo a Sheinbaum, no dudará un instante en mirar hacia otro lado mientras se vulneran los derechos de individuos.
Es como si las piezas estuvieran hechas para encajar, incluso si no lo admiten; la publicación el viernes pasado de su reglamento interno lo confirma.
La Agencia tiene acceso a todo. Todas las bases de datos gubernamentales están bajo su mirada. Tus impuestos, tu CURP, tus licencias, tus registros médicos. Todo reunido en un solo lugar. Es la centralización de la vigilancia. Un gobierno que sabe todo de todos. No necesitas ser un criminal para sentir el peso de sus ojos sobre ti. No necesitas ser culpable para ser vulnerable.
El mecanismo único de autenticación digital quiere ser su obra maestra. Un sistema basado en la CURP, que simplifica los trámites, dicen. Pero también concentra información personal sensible en un único punto de falla. Recuerde en qué país vivimos. Una base de datos tan grande y tan poderosa que un simple error, o un ataque bien planeado, podría exponerlo todo. No hay salvaguardas por si entran manos equivocadas, o por si las manos equivocadas ya están ahí.
Y está el control de las telecomunicaciones. La Agencia puede requisar redes. Cortarlas, bloquearlas, silenciarlas si lo considera necesario. Lo justifican con palabras bonitas: seguridad, estabilidad, orden. Pero en las protestas, cuando la gente alza la voz contra el sistema, ese poder se convierte en una mordaza. Una herramienta para apagar el ruido y dejar que la narrativa oficial sea la única que se escuche.
No hay equilibrio. No hay contrapesos. La Agencia interpreta sus propias facultades, decide qué es necesario, qué es legal. Todo pasa por ellos, nadie por ellos.
Y mientras tanto, Harfuch, desde su trinchera, observa. Es un hombre hecho para este tipo de estructuras. Todas las voces dicen que el pidió la Agencia con estas atribuciones. Sin dientes, la reciente reforma al 21 Constitucional —que le da capacidades de investigación criminal— es tan inútil como las fiscalías que antes tenían es monopolio de poder.
Recuerde que el titular del Senado, Fernández Noroña, hace unos días corrompió a la institución que dirige el contralmirante Rivera Parga, director del Aeropuerto de la Ciudad de México, para obtener videos de un vuelo que tomó de Hermosillo a CDMX. Todo para exponer a quien él consideró le robó un paquete carne, que le dieron baje al llegar a la capital. ¿Duda tantito de lo que pueden hacer?
La pregunta no es si estas herramientas serán usadas para mal, sino cuándo y contra quién. En un sistema donde las instituciones se corrompen para resolver agravios personales, donde las bases de datos se convierten en armas políticas y las telecomunicaciones pueden ser apagadas con un decreto, la vigilancia no es seguridad: es control. Si un paquete de carne justifica exponer un vuelo completo, ¿qué no justificarán para silenciar una disidencia? Harfuch de tal palo, tal astilla, tal cerilla.