El tablero ya estaba listo. Las piezas en su lugar. Claudia Sheinbaum mira el juego que le dejaron. Es un ajedrez de maicitos, un juego extraño donde cada movimiento es una trampa, cada jugada un golpe a la razón. Sabe que tiene que jugar. No puede voltear el tablero. No puede salir de la partida.
El primer movimiento que le dejó AMLO fue una embestida contra el glifosato. Un golpe de efecto, una declaración de guerra contra el herbicida más usado en el mundo, disfrazada de cruzada ambientalista, pero que en el fondo escondía la incomodidad de quien no quiere aceptar que, sin él, la agricultura moderna se vuelve una ecuación imposible. Entre el mercado negro y el riesgo de colapsar la producción agrícola, la economía impuso su realidad. Cedieron rápidamente.
El segundo decreto resistió más tiempo, tambaleante, como una torre mal puesta en el tablero. Prohibir la importación de maíz transgénico tenía el aroma de una batalla cultural: la defensa del maíz como identidad, la pureza genética como orgullo, la herencia mesoamericana convertida en argumento comercial. Pero el tiempo hizo lo suyo, y cuando la controversia se plantó en el terreno del TMEC, la partida estaba perdida antes de jugarse. La retórica de la soberanía alimentaria se estrelló contra las reglas del comercio internacional. El resultado era predecible: México tuvo que recular, admitir su derrota y volver al mismo trato que tenía antes, o aceptar casi seis mil millones de dólares como multa. Esa cantidad, recuerde, por ser lo que importamos de EUA en maíz al año.
Sheinbaum acató, aunque se notaba la incomodidad en cada palabra, como quien se ve obligado a continuar un libreto que no escribió. Y entonces, el último recurso: la Constitución. La reforma que envió al Congreso hace dos semanas es el equivalente a atrincherarse en la nostalgia. Modificar los artículos 4 y 27 para declarar al maíz como identidad nacional y, de paso, prohibir la siembra de transgénicos en territorio mexicano es un movimiento que tiene más de resistencia simbólica que de pragmatismo. No es un jaque mate, ni siquiera un enroque defensivo; es un acto de desesperación, un intento de convertir una idea en ley para que sobreviva al tiempo, aunque la realidad la devore de inmediato.
Pero hemos visto esta jugada antes. La hicimos con el petróleo hace décadas, con la electricidad hace años, con cada intento de aferrarnos a una grandeza que se desvanece en la arena del tiempo. Nos aferramos a documentos como si fueran escudos, creemos que una línea en la Constitución nos salvará del avance del mundo, como si las palabras escritas pudieran detener las fuerzas del mercado, las tecnologías, la globalización. Queremos ser los guardianes de una pureza mítica, de un pasado que ya no existe. Que nunca existió.
Y mientras nosotros jugamos este ajedrez de maicitos, en la mesa de enfrente están los verdaderos jugadores, los que mueven las piezas con reglas que sí cuentan. El socio mayoritario, el que pone los dólares y dicta los términos, no se ha movido de su posición. En este juego, a veces no importa quién mueva primero, sino quién tiene la última palabra. Y esa palabra, lamentablemente, no se pronuncia en español.