El hombre camina erguido, pero la barbarie nunca lo ha dejado. Se rasga un poco la superficie y debajo está la selva. Son épocas salvajes.
Hubo un tiempo en que la violencia en México tenía rostro y propósito. Se mataba por poder, por venganza, por dominio. Pero algo ha cambiado. Algo se ha quebrado en la estructura misma del país, en la naturaleza de su tragedia. Ya no se mata por razones, sino porque se puede. No hay destino, no hay redención, no hay grandeza en la muerte. Solo la repetición monótona del horror.
En la Ciudad de México, un gremio se alza, un grito que se ahoga entre motores y vendedores de gorditas. Son veterinarios, médicos de la vida animal que no pueden salvarse ni a sí mismos. Exigen lo básico: no ser asesinados. No ser extorsionados. No vivir con el miedo de que una consulta termine en una ejecución. A inicios de mes un colega fue extorsionado y asesinado en el EDOMEX por los dueños de un canino que falleció en una operación para intentar salvarlo de un hueso que se tragó.
Diecinueve de ellos —veterinarios— fueron silenciados en los últimos seis años en este país. Se pide protección, un marco legal que los ampare, pero el aire devora sus palabras. El Estado, ciego y sordo, solo observa el desfile de cadáveres y asiente: «atendemos las causas del problema».
Y mientras, en Puebla, la Convención Nacional de la Federación de Médicos Veterinarios se desarrolla sin tropiezos esta semana. Sonrisas, acuerdos, tecnología de vanguardia. La ciencia avanza, el conocimiento se comparte, el futuro brilla. Pero en las mismas horas, en las mismas fechas, en otro punto de este país malherido, sus colegas entierran a sus muertos. Dos realidades opuestas que conviven en el mismo instante. Dos visiones de un gremio: el que mira por encima del hombro, esperando que la muerte no venga por él; y el que mira adelante, esperando a ver cuándo cambia de rol.
Las épocas salvajes no se limitan a un solo gremio. La violencia no distingue entre batas blancas y botas desgastadas. No es Vietnam, no es Ucrania. Es un campo de batalla sin ejército oficial, sin treguas, sin reglas. Es México, con sus civiles atrapados entre la nada y la muerte.
Las carreteras de la Tierra Caliente ya no llevan a ningún sitio. Son fronteras invisibles entre el poder de unos y la miseria de otros. Comunidades enteras han aprendido a vivir en el horror. Minas explosivas sembradas en los caminos rurales. Gente que camina con el riesgo de que el siguiente paso sea el último.
A inicios de mes, un niño de 14 años voló destrozado en Buenavista, Michoacán, capital del limón, al estar trabajando recogiendo cítricos para ayudar en la economía familiar, y tener la desgracia de encontrar azadón con una mina antipersona dejada por el cártel de Los Viagras.
Se adaptan o mueren. No hay otra opción, ¿para qué perder el tiempo en dejarles otra?
Pero ninguna época salvaje dura para siempre. O se profundiza hasta devorarlo todo, hasta que no quede nada civilizado que destruir, o se encuentra su límite. Y el límite solo puede marcarlo la gente que ha aprendido a vivir con miedo y un día decide que ya no. Porque hasta las épocas más salvajes, al final, deben rendirse ante quienes deciden sobrevivirlas.