Ettore Majorana subió a un barco para Nápoles en 1938 y desapareció de la faz del globo. Nadie sabe si se arrojó al mar, si huyó para vivir en un monasterio o si, como sus ecuaciones, dejó de existir en esta realidad para aparecer en otra.

El joven Majorana era un prodigio al que ni sus profesores podían seguirle el paso. Fermi, su mentor y acaso único interlocutor digno, decía que era un genio al nivel de Newton y Galileo, lo que equivale a decir que era uno de los pocos que comprendían el universo como si hubieran sido llamados a diseñarlo en sus ratos libres.

Hoy, su nombre persiste, adosado a un enigma matemático que él mismo dejó plantado como una semilla: la existencia de una partícula que es su propia antimateria, una contradicción ambulante, una carcajada en la cara de la física clásica. La partícula Majorana.

Ahora, en un laboratorio con más cristales pulidos que una disco de los 70’s, Microsoft anuncia su propio truco de desaparición: la estabilidad de los qubits a través del chip Majorana 1.

El chip promete lo que hasta hace poco era una blasfemia tecnológica: una computación cuántica estable. No esas máquinas cuánticas experimentales que funcionan si las miras con suficiente cariño y no estornudas cerca. Sin mirar, porque mirar estropea lo cuántico. Algo real. Algo utilizable. Algo que, en teoría, podría hacer a las computadoras clásicas parecer piedras golpeadas por monos con palos.

Pero vamos por partes. Los cálculos cuánticos no son solo más rápidos. No es una simple cuestión de potencia, como comparar una bicicleta con un Ferrari. Es un cambio de paradigma. Mientras una computadora normal sigue un camino lógico, paso a paso, como un oficinista diligente que resuelve un problema con paciencia, una computadora cuántica explora múltiples soluciones a la vez. No una por una, sino todas en simultáneo. Un qubit no es un uno o un cero, es ambos, enredados en una danza probabilística que haría a Schrödinger dar vueltas en su tumba. Y si suficientes qubits trabajan juntos sin colapsar en el caos, pueden calcular en segundos lo que tardaría milenios en resolverse con cualquier supercomputadora.

Pero hay un problema: los qubits tradicionales son frágiles. Extinguen su magia con la facilidad de una vela en una tormenta ante un solo átomo mal puesto, o una interferencia electromagnética. Aquí es donde entra en juego el Majorana 1. Microsoft quiere encerrar esos estados cuánticos dentro de una estructura topológica, un espacio en el que los errores no se propaguen como un incendio en una biblioteca.

¿Que qué demonios es un qubit? Lo mismo que un bit en el mundo digital. Igual ni lo entiende y su intuición no sirve para visualizarlo, pero bien que usa las pantallotas. Por ahora sirve lo piense como magia.

¿Y qué haríamos con esto? Pues, nada menos que reescribir las reglas del juego. Fármacos diseñados con precisión molecular sin necesitar décadas de ensayo y error. Energía optimizada a niveles imposibles hoy. Inteligencia artificial con capacidades que no solo imitan el pensamiento humano, sino que lo trascienden. Criptografía tan indescifrable que cualquier código clásico parecería un candado de bicicleta. Y, en los rincones más oscuros de la imaginación, la posibilidad de simular la propia física con tal detalle que podríamos predecir el futuro.

La humanidad no se define por lo que sabe, sino por lo que pregunta. Hemos sido más la suma de nuestras dudas que de nuestras certezas. Construimos herramientas para responder preguntas, y esas respuestas, como ecos en una caverna infinita, nos devuelven preguntas aún mayores. Creímos en los titanes como Cronos; ahora nos preguntamos qué significa el tiempo.

Preguntar no es solo un acto de curiosidad: es el pulso mismo de nuestra existencia. Trascender no es simplemente sentir —algunos animales sienten—, ni siquiera pensar— algunas máquinas empiezan a hacerlo—. Trascender es dudar, es preguntarse qué hay más allá cuando todo parece respondido. Y mientras haya preguntas sin respuesta, mientras miremos al vacío y exijamos sentido, la humanidad seguirá existiendo, no como una colección de mentes, sino como una pregunta que nunca deja de formularse.