México es un país que ha hecho de la inteligencia un exilio. La expulsa de sus aulas, la arrincona en sus laboratorios, la reduce a un trámite burocrático en oficinas llenas de papeles polvosos y computadoras de otras décadas. Aquí la ciencia no es una prioridad, es un estorbo. Un ruido molesto en la maquinaria de la política, un tema incómodo que nadie quiere discutir mientras el país se ahoga en su propia indolencia. Y nada lo deja más claro que el vergonzoso espectáculo de nuestra deuda con el CERN, el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear, reventada en días pasados.
El CERN no es cualquier cosa. No es un congreso, no es un trámite, no es una cátedra olvidada en una universidad pública sin recursos. Es un centro de investigación donde el mundo descifra los secretos del universo.
En el Gran Colisionador de Hadrones, ese túnel de veintisiete kilómetros, enterrado bajo la frontera de Francia y Suiza, se estrellan partículas subatómicas a velocidades cercanas a la luz. Se recrea el Big Bang. Se busca el origen de la materia, el peso de lo invisible, la sustancia del todo. Ahí, en la cuna del conocimiento moderno, había mexicanos. Físicos de la BUAP, del Cinvestav, de la UNAM. Poblanos, chilangos, sinaloenses, guanajuatenses, genios en el lugar correcto, pero del país equivocado.
Y entonces México hizo lo que México siempre hace. Dejó de pagar. Durante los últimos cuatro años el gobierno acumuló deudas con desidia. Se debe tanto que el CERN está considerando la opción de echarnos, de sacarnos de la historia de la física de partículas con la misma indiferencia con la que un casero cambia la chapa de un inquilino moroso. ¿Alguien más estaba en la lista de deudores junto con nosotros? Ucrania. Un país en guerra.
Entonces —el viernes pasado— vino la respuesta oficial. Tibia. Predecible. La nueva secretaria de ciencia, Rosaura Ruiz, de la nueva Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación (SECIHTI), dijo que lo están viendo. Que harán todo lo posible para solucionarlo. Que están en negociaciones. Lo de siempre. Palabras sin acción, ruido sin significado. No hubo fechas. No hubo montos. No hubo compromiso de parte del sexenio de la presidenta científica.
Lo trágico es que este desprecio por la ciencia no es un error administrativo, no es un olvido casual. La anterior titular del puesto, María Elena Álvarez-Buylla regresó 22 mil millones de presupuesto y fideicomisos a la Federación para “proyectos prioritarios”, es decir las obras faraónicas de AMLO.
El conocimiento es lo único que queda cuando el ruido se disuelve. Es lo que sobrevive a las crisis, a los discursos, a las estatuas derribadas de los caudillos en turno. Lo que hace que un país no sea solo un territorio, no sea solo una acumulación de hombres y mujeres persiguiendo su propia sombra.
Si un país tiene 70 asesinatos y 30 desapariciones diarias quizá sí está en una guerra —civil— y se nos debiera dispensar el cobro. Con qué pena nos han de ver los ucranianos. Hemos decidido no valorar la inteligencia porque colectivamente nos encanta hacernos pendejos.