Toda nación escribe su futuro con las palabras que tolera en su presente. México, fiel a su historia de contrastes, parece estar redactando su porvenir en un nuevo idioma: el del algoritmo que decide, el del sensor que identifica, el del Estado que mira desde todas partes y no se deja ver en ninguna. El país que no ha logrado consolidar su justicia quiere catafixiarla por vigilancia. Y lo hace bajo la bandera del orden, la eficiencia y la seguridad.
En los primeros meses de la nueva administración federal, se ha trazado una ruta que aspira a redefinir la relación entre el Estado y sus ciudadanos. Por un lado, se propone crear un Registro Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil, que permitirá a las autoridades acceder a los datos de quienes usan una línea celular: su identidad, su localización, su historial de llamadas. Por otro, se perfila una Plataforma Única de Identidad, una suerte de documento totalizador que integrará la CURP con datos biométricos: huellas digitales, fotografía, tal vez más.
Ambas propuestas surgen desde el centro mismo del poder. No son aún hechos consumados, pero tampoco son ficciones lejanas. Una nace de la mano de la tragedia de desaparecidos, tras el drama Teuchitlán. La otra es un refrito.
La propuesta Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil que buscó López Obrador para obtener los datos de todos los mexicanos fue rechazada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación al considerar que era violatoria de derechos humanos. Ahora los contrapesos estarán muy disminuidos.
La justificación es conocida: la inseguridad, la violencia, la urgencia de actuar. Nadie duda del desafío. Pero sí cabe preguntarse qué herramientas estamos dispuestos a entregar al Estado en nombre de la protección.
En un país donde las instituciones tambalean de recién nacidas o negadas a crecer, donde la opacidad es norma y no excepción, entregarle al poder la capacidad de registrar, localizar e identificar a cada ciudadano sin límites claros es una apuesta temeraria. Más aún cuando ese poder ha demostrado, una y otra vez, que puede ser poroso frente a intereses criminales y ciego frente a los derechos de quienes dice proteger.
La tecnología no es, en sí misma, ni virtud ni amenaza. Lo decisivo es quién la diseña, quién la regula, quién la fiscaliza. En ausencia de garantías sólidas, toda plataforma de identificación puede convertirse en una herramienta de exclusión o de abuso. Y en México, donde los datos se filtran, se venden, se negocian; donde el acceso a la justicia es desigual y la presunción de inocencia una cortesía en desuso, el riesgo de que la modernización desemboque en vigilancia no es paranoia: es posibilidad estructural.
Si la ciudadanía acepta sin preguntar, por miedo, por cansancio, por desinformación, corre el riesgo de convertirse no en sujeto político, sino en dato rastreable. No hemos llegado aún a ese escenario, pero todo indica que el camino ya ha comenzado a pavimentarse.
Se nos quiere pintar este proyecto como el segundo piso de la transformación, pero uno ve los planos y lo que aparece hace que uno no puede evitar pensar: ¿y si al final, el segundo piso era una torre de vigilancia?