Vivimos alimentados por las singularidades de nuestros tiempos. Cada bocado es una mezcla de avances científicos, intereses económicos y batallas ideológicas. Lo que sostiene nuestra vida cotidiana —el super lleno, la carne relativamente asequible, la tortilla en la mesa— no es magia ni bondad de la Pachamama, sino el resultado brutal y efectivo de un sistema que ha puesto a la eficiencia por encima de casi todo lo demás.

Por eso el glifosato, ese compuesto que en el juicio más reciente contra Monsanto-Bayer — la semana pasada en Georgia, EUA— fue condenado a pagar más de 2 mil millones de dólares por su relación con 1 caso de cáncer, no es un villano. Es, en todo caso, un símbolo incómodo: el precio químico de la civilización tal como la conocemos.

Porque sin agroquímicos, sin monocultivos, sin semillas mejoradas y sin la cadena global que lleva el maíz del campo a la tortillería en tres pasos, simplemente no comeríamos todos. Se puede estar en contra del sistema, claro. Pero no hay que hacerlo después de desayunar de él.

Y así como se señala a Monsanto por priorizar la ganancia, hay que reconocerlo: hace lo que todas las empresas hacen. Maximiza beneficios. No por maldad, sino porque ese es el juego. Lo mismo ocurre del otro lado: Greenpeace, la organización que enseñó a la sociedad a hablar de medioambiente con urgencia, también juega para sí. Maximiza visibilidad, relevancia, donaciones. Llegando a torcer la ciencia para favorecer la narrativa.

Hace algunos años más de 100 premios Nobel firmaron una carta abierta acusando a Greenpeace de ignorar un consenso científico amplio: que los organismos genéticamente modificados aprobados por autoridades competentes son tan seguros como sus equivalentes convencionales.

Aún más grave. De desinformar, de promover el miedo. Y con ello bloquear avances como el arroz dorado, una solución potencial contra la deficiencia de vitamina A que mata y ciega a decenas de miles, especialmente en el sureste asiático. ¿Quién quiere datos cuando puede tener un enemigo?

El sistema que nos tiene al borde del colapso es lo único que ha hecho posible pararnos y tener siquiera la posibilidad de caer.

Criticarlo sin reconocer sus logros es un desagradecimiento histórico a la humanidad. No por romanticismo, sino por precisión: alguien diseñó el tractor, alguien organizó las cadenas de frío, alguien desarrolló semillas resistentes, fertilizantes y redes logísticas que convierten la escasez en abundancia y bienestar.

El problema no es Monsanto ni Greenpeace. Es que hemos dejado de distinguir entre la complejidad y el dogma.

Creer que el sistema agropecuario global, basado en agroquímicos y animales de abasto, no va de salida ante las innovaciones robóticas, digitales y biotecnológicas, es no entender las nuevas realidades del campo. Creer que la agroecología o el decrecimiento económico es una alternativa real para sustituir el modelo, es no entender ninguna realidad.