En Puebla, donde la realidad acostumbra marchar a la zaga de la ocurrencia, un nuevo edicto de entusiasmo ha sido proclamado: los aguacates locales —esos que apenas alcanzan a cruzar la línea imaginaria del mercado de Tianguismanalco— ahora conquistarán los bazares de las Mil y Una Noches.
La escena —de ternura tercermundista— no decepciona. Reúne al presidente del Sistema Producto Aguacate de Puebla, Enrique González, al excelentísimo embajador de los Emiratos Árabes Unidos en México, Salem Rashed Alowais, y a un grupo de funcionarios y privados quienes, con la soltura de quien promete sin presupuestos, pactan una nueva ruta de prosperidad intercontinental: aguacates poblanos en Dubái, Abu Dabi o Umm al-Qaywayn. Los sueños, como el petróleo, fluyen mejor cuando no se les exige gravedad.
El diagnóstico es campechano y harto común: si Puebla no ha exportado aguacate es, evidentemente, culpa de otros, no de ninguna de las figuras en el evento. De las barreras fitosanitarias que impuso un malhumorado Tío Sam. De Trump, quien, además de construir muros, parece haber sembrado pretextos en toda parcela improductiva.
Nunca, desde luego, por la invencible resistencia de productores y autoridades a organizarse y trabajar. Porque exportar —horror de horrores— exige trabajo serio: llenar papeles, asistir a capacitaciones, fumigar, certificar, levantar censos, dialogar, negociar, esperar.
Durante décadas, el confort poblanísimo fue suficiente: vender local, donde la calidad no se exige, las plagas se toleran, y la ausencia de controles de calidad se interpreta como ejercicio de soberanía gastronómica.
¿Para qué perder el tiempo en el rigor si en Atlixco o la Central el kilo se despacha sin más trámites que una báscula heredada? ¿Para qué buscar exportar directamente, si podemos ser más pillos y etiquetar lo poblano como michoacano para darle salida a Estados Unidos?
Ahora, de golpe y por decreto, se anuncia una expansión de ensueño: pasar de 3 mil a 21 mil hectáreas sembradas (por siete), multiplicar la producción de 26 mil a 300 mil toneladas anuales (por once). Como si riegos, parcelas, climas y jornaleros brotaran al grito de «sí se puede» y no al ritmo sórdido de la realidad.
¿Y todo ese océano verde a dónde irá? A los Emiratos Árabes Unidos, se nos dice, donde México ya es —dato insoslayable— el principal proveedor de aguacate... en un mercado de apenas diez millones de dólares. Algo así como organizar una orquesta sinfónica para tocar en el Teatro del Pueblo de la Feria de Puebla.
El entusiasmo diplomático tampoco conoce pudores: se propone una ruta aérea directa, vuelos semanales cargados de aguacate fresco. Cada avión, nos explican, transportará unas 25 toneladas. Oiga, la producción extra será de 275 mil… La imaginación económica siempre ha tenido el raro privilegio de no requerir verificaciones presupuestales.
Imaginemos —siempre es saludable— que los Emiratos, en un arrebato de generosidad, ignoraran las plagas que en la práctica convierten muchas huertas poblanas en excursiones entomológicas. Imaginemos que su ministerio de agricultura ignorara toda precaución sanitaria y recibiera con puertas abiertas el cargamento. Incluso entonces, el proyecto estaría condenado por simple lógica económica: mientras Puebla se ilusiona con entrar en un mercado saturado y marginal, los emiratíes ya invierten en Colombia y Perú para diversificar su riesgo y abaratar sus costos, además de que sigue existiendo Michoacán y Jalisco. El Oriente Medio, vitrina de modernidad fosforescente, no se mueve por compadrazgos de ferias.
Así, entre vuelos imaginarios, sembradíos soñados y cadenas logísticas dibujadas con plumones de colores, Puebla confirma su vocación legendaria: la de soñar a gran escala, producir a escala doméstica y justificar el abismo entre ambos con un discurso de patriotismo y victimismo.
Los informes de prensa, ese género que confunde el deber con el deseo, ya anticipan los titulares: «Puebla, nuevo gigante agroexportador», «El oro verde vuela a Dubái», «Milagro poblano en el Golfo Pérsico». Siempre es más fácil escribir la historia cuando no hay riesgo de que suceda.
Los ciclos de la naturaleza son implacables, los económicos inmisericordes. Pero los ciclos del autoengaño poblano, esa Sherezada agroindustrial que ahora relatan, esos son solo narraciones que, como en los antiguos palacios de Bagdad, Medina o Samarra, sólo persisten si no se interrumpe el hechizo del cuento.