En México, las regiones no son simplemente geografías, son heridas abiertas o cicatrices cerradas a medias. La Cuenca del Río Balsas, es una de esas heridas que ni la historia quiso cerrar. Parte de ocho estados, con la parte representativa de Puebla en nuestra Mixteca, desde el virreinato fue margen de todo: sin minas, sin puertos, sin caminos a los que integrarse. No atrajo obispos ni virreyes ni encomenderos ilustres; se quedó en el eco de las rutas comerciales, colgada entre cañadas y cerros, con un pie en el altiplano y el otro en el olvido.

Pero fue en el México posrevolucionario donde la Cuenca consolidó su aislamiento y deterioro. Mientras en los libros se contaban las glorias del reparto agrario, en estos pueblos gobernaban los caciques. Amos de la tierra, del miedo y del púlpito, sabían que su poder nacía del aislamiento. Se oponían a la radio, porque informaba; al maestro rural, porque educaba; al médico, porque curaba más que el agua bendita. La ley nacional llegaba en papel, pero se diluía entre las veredas. La autoridad era local, heredada, a veces con sotana y a veces con pistola. El Estado, ahí, era una visita incómoda.

Lázaro Cárdenas quiso romper ese cerco. Con su comisión del Río Balsas, mandó puentes, presas, caminos, ingenieros y proyectos con nombres largos. Y algo cambió. Se encendieron focos, se nivelaron caminos, hubo agua donde antes sólo había sequía. Pero no bastó. El mismo Cárdenas lo dijo, con la honestidad de quien gobierna sin ilusiones: lo poco o mucho que se hizo, acabó en manos de los terratenientes. El campesino seguía igual, machete al hombro, calzones raídos y la tortilla sin sal.

Hoy, Claudia Sheinbaum retoma ese plan con la solemnidad de la historia: lo llama Plan General Lázaro Cárdenas del Río, lo firma con promesas y lo acompaña Alejandro Armenta, su gobernador de confianza en la región. Hablan de caminos nuevos, clínicas, apoyos para artesanas y escuelas con techo firme. Hablan como habló el general: con esperanza. Pero allá abajo los mismos de siempre siguen esperando la orden para repartir los recursos. La élite es otra, pero es la misma.

Sí, el plan dejará huella: asfaltos, techos, tal vez un mercado local. Pero las riquezas seguirán derramándose de arriba como agua racionada: una gota para la comunidad, el balde completo para el gestor. El campo necesita más que obra pública: necesita integración social.

Implementar el plan del General, ahora con la Generala Presidenta al mando, será difícil no por la ingeniería, sino por la política. No basta con construir; hay que desmontar los poderes viejos, incluso si ahora visten guayabera institucional. En el papel, la voluntad existe: ahí están las giras, los anuncios, los recorridos por las carreteras polvorientas.

Incluso estuvo el secretario federal agropecuario en la Mixteca poblana, de la mano con su homóloga local, enumerando programas, alineando cifras, prometiendo coordinación. Pero la foto no alcanza. La presencia institucional no se mide por número de funcionarios, sino por resultados sostenidos. Imagine repartir reconocimientos a la cría de tilapia en la administración estatal que dinamitó la piscicultura en Puebla.

Transformar la Mixteca poblana —y toda la Cuenca del Balsas para el caso— implica enfrentarse no sólo a la pobreza, sino a los que han aprendido a lucrar con ella. Lo difícil no será implementar el plan de Cárdenas, sino lograr que esta vez el país se mueva al mismo ritmo, con las mismas reglas, con la misma dignidad. Ambos pies pueden llevar huarache, pero uno no puede estar atado a los grilletes feudalistas del campo mexicano.