El gobierno de la Doctora se mira al espejo quebrado de la historia y, para que no se note la fisura de los números presentes, invoca a los fantasmas del pasado. Y no hay espectro más versátil que el Fobaproa: basta pronunciar su nombre para que el público nacional huya a las narrativas del momento. Con ese conjuro, el gobierno pretende velar una estadística que ni con maquillaje luce presentable: un raquítico 0.2 % de rebote en el primer trimestre del año.

Pero el truco tiene costuras visibles. Mientras se reprueba el saqueo noventero, la consejera empresarial de la presidenta, Altagracia Gómez, carga en su árbol genealógico sendos cheques del propio rescate bancario: millones de dólares con los que la familia Gómez Flores creó su emporio empresarial. El discurso oficial condena el pecado al tiempo que contrata a los redimidos.

Los Gómez escribieron su primer capítulo de éxito en 1989, cuando compraron la fabricante de camiones Dina; cuatro años después, se quedaron con Minsa, el gigante del maíz, en medio de esas privatizaciones que tanto asquito causan a la 4T. El epílogo llegó entre ‘95 y ‘97, cuando el Fobaproa cubrió de oro tres dramas financieros del clan: Mexicana de Autobuses, Estrella Blanca y un rescate personal para el padre del clan, Raymundo Gómez Flores. Más de 300 millones, cortesía del «latrocinio» que hoy la presidenta describe en clases televisadas.

Mientras la tribuna oficial denuncia el capitalismo rapaz, Minsa amplía discretamente su alcance. En enero pasado anunció la compra total de Almer —una firma de logística con medio millón de metros cuadrados de bodegas— por varios miles de millones de pesos, lanzando una campaña para atraer nuevos inversionistas a la Bolsa. 

La maniobra, celebrada en la prensa bursátil, tradujo la jugada con crudeza: diversificar o morir, porque el mercado de la harina está estancado y el apetito por sus acciones también lo estaba. Sus acciones subieron rápidamente, en parte gracias al cariño gubernamental.

El Estado, atento a la nueva criatura, aportó combustible. La Secretaría de Marina —dueña del Ferrocarril del Istmo— firmó con Minsa un convenio que garantiza transporte preferencial de maíz desde los puertos de Coatzacoalcos y Salina Cruz hasta sus plantas de procesamiento. 

Minsa presume «disminución de tiempos y costos», mientras que la Marina es algo menos clara con lo que gana: incrementar el prestigio del transporte ferroviario. Resulta difícil imaginar un mejor bautizo logístico para la nueva subsidiaria. El capitalismo moralista de la 4T no se incomoda mientras el beneficiario lleve la camiseta correcta.

México avanza como una caravana de fantasmas bajo paraguas ajenos, y hoy la Cuarta Transformación vuelve a alquilar paraguas de segunda mano: un rescate bancario vilipendiado, la figura de un expresidente convenientemente demonizado y el recurso retórico de presentarse como víctima heredada. El riesgo —ya no fantasma sino cuerpo presente— es que al abrir la caja de los horrores salga, otra vez, el manual completo para socializar pérdidas y privatizar ganancias.

Mientras la voz oficial invoca a Zedillo como epítome del pillaje, la favorita empresarial del régimen reproduce el mismo modelo de concentración y rescate que justificó la creación del Fobaproa. Se acusa al mercado de insaciable, pero se le tolera cuando reparte dividendos en la familia correcta. Revivir al Fobaproa no se vuelve lección histórica sino coartada contemporánea: la exposición de las viejas manchas sirve para maquillar las nuevas.

Mientras las cifras reales laten a ritmo de estancamiento, los operadores del poder afinan la coreografía: una asesora que heredó gracias al erario conversa con secretarios que critican la avaricia, un tren militarizado transporta el maíz de la élite empresarial, y los contribuyentes pagan la iluminación de un teatro donde el pasado se representa como obra de guiñol para distraer al público de la cuenta final. Porque cuando se revive el Fobaproa, no solo vuelven los fantasmas: regresan también los mismos vivos dispuestos a cobrarnos la entrada.