La memoria es una mina. Uno camina sobre ella creyendo pisar tierra firme pero basta un recuerdo, un crujido, una imagen para que el pasado estalle y nos llene de fragmentos en la conciencia. Así ocurre en Michoacán, donde las minas no son metáforas del tiempo ni trampas de la nostalgia. Son reales. Son de acero y pólvora. Matan. Mutilan. Dejan la tierra herida y el alma despoblada.
En esa región del país, particularmente en los municipios que conforman la zona limonera, las minas antipersona se han establecido, no como resabio de alguna guerra internacional, sino como instrumento cotidiano de la disputa entre cárteles. Se colocan en caminos rurales, brechas de terracería, y lo más alarmante: dentro de los propios cultivos. Su objetivo no es estratégico en términos convencionales. No buscan frenar a un ejército extranjero, sino entorpecer el paso del grupo rival, provocar terror y paralizar la vida económica del territorio. Funcionan, además, como mensaje: la tierra no es del campesino, es del crimen.
En 1997 México firmó el Tratado de Ottawa. Lo hizo con la solemnidad de un país que, al menos en el papel, se comprometía a erradicar la barbarie de su territorio en la forma de minas antipersona, artefactos que no distinguen entre civiles y combatientes, que mutilan más de lo que matan y que siguen cobrando víctimas mucho después de que la guerra, si alguna vez existió formalmente, ha terminado. Hace veintiocho años nuestro país estampó su firma, prometiendo al mundo que en este suelo no habría más minas antipersonas, que no se fabricarían, que no se usarían, que se desmantelaría esa barbarie con la dignidad de un Estado civilizado. Esa promesa es solo una lápida sin nombre sobre un campo sembrado con limón y muerte.
La gravedad de la situación es tal que se calcula una víctima cada catorce días a causa de minas sembradas por el crimen organizado. Al menos el 40 % de los casos registrados son trabajadores del campo, en su mayoría jornaleros y agricultores de limón. No es un daño colateral, es una ofensiva directa contra el tejido productivo y social de la región. Las huertas se están vaciando. No porque la tierra se haya vuelto infértil, sino porque se ha vuelto mortal.
Una tragedia cada catorce días. No en Corea, no en Ucrania, no en Afganistán. Aquí, en México. Minas plantadas no por un gobierno, sino por cárteles que operan con la eficiencia de un Estado paralelo y la impunidad de un mal videojuego. Minas que se ensamblan con materiales que se compran como si fueran machetes o palas. ¿Explosivos? En la agroquímica de la esquina. ¿Detonadores? En la ferretería del primo. ¿Mano de obra? En cualquiera que sepa ver un tutorial de YouTube.
Pero el horror no se queda en el suelo. Desde el aire, drones artesanales adaptados como vehículos de ataque sobrevuelan las comunidades, lanzando explosivos de fabricación casera en ataques dirigidos al enemigo, o en muchas ocasiones, simplemente para sembrar pánico. Bombas lanzadas por adolescentes con radios. Guerras de juguetes mortales sobre pueblos sin ley.
Desde el 9 de marzo, un juez federal en Michoacán ordenó mediante un amparo que tanto la presidenta Claudia Sheinbaum como el gobernador michoacano Alfredo Ramírez Bedolla actúen para localizar los puntos donde hay minas antipersona y se proceda a su desactivación. Que un juez tenga que recordarle al Ejecutivo sus obligaciones constitucionales ya es, en sí mismo, un síntoma de la negligencia institucional que impera.
La existencia de este amparo revela algo más profundo: el abandono total del control territorial por parte del Estado. Las autoridades locales, estatales y federales saben dónde están ocurriendo estas cosas. Tienen los reportes, las denuncias, los testimonios. Lo que no tienen es presencia, voluntad política ni estrategia. Hablan de pacificación, de atender las causas, mientras, la población vive con miedo de caminar hacia su trabajo, mientras, el limón —producto emblemático de la región— se pudre en el árbol porque nadie se atreve a cosecharlo, mientras, los niños aprenden a identificar explosivos como si fueran parte del entorno natural, y es que ya lo es.