La incertidumbre ha sido desde los albores de la humanidad la sombra que se cierne sobre cada decisión, cada paso, cada aspiración. Es el abismo que separa el deseo de la realización. En su lucha por dominarla, el ser humano ha erigido templos, consultado oráculos, y más recientemente, construido sistemas financieros. Entre estos, el mercado de valores se erige como una de las más sofisticadas herramientas para domesticar la incertidumbre, para convertir el riesgo en oportunidad, y la duda en confianza colectiva.
El mercado de valores (las bolsas, las acciones, las empresas que cotizan, y todo su ecosistema) no es simplemente un espacio donde se compran y venden acciones; es un mecanismo de distribución de riesgos, una arquitectura social que permite que la carga de la incertidumbre no recaiga sobre los hombros de unos pocos, sino que se diluya entre muchos. Es, en esencia, una manifestación de la solidaridad moderna, donde inversionistas y empresarios comparten el peso de lo desconocido, apostando juntos por un futuro que, aunque incierto, se vuelve más predecible gracias a la transparencia, la regulación y la participación colectiva. Todo lo contrario a lo que conocemos como capitalismo en México.
En las economías donde el mercado de valores es robusto, las empresas encuentran en él una fuente de financiamiento que les permite innovar, crecer y competir. Los inversionistas, a su vez, acceden a oportunidades de crecimiento patrimonial, diversificando sus riesgos y participando activamente en el desarrollo económico. Es un círculo virtuoso donde la confianza se retroalimenta, y la incertidumbre se gestiona de manera eficiente.
Sin embargo, en México, este mecanismo ha sido históricamente subutilizado. A pesar de contar con una economía vibrante y un espíritu —algunos dicen emprendedor—, el país enfrenta un mercado de valores poco profundo.
Las reformas de años pasados a la ley de fondos de inversión y la de mercado de valores buscaban facilitar el proceso de emisión de valores. Sin embargo, nada ha cambiado. Según el Banco de México, esta limitación ha impedido que las empresas, especialmente las de menor tamaño, accedan a fuentes de financiamiento que les permitan expandirse y competir en igualdad de condiciones, eternizando los grandes monopolios que conocemos.
Esta situación no solo restringe el crecimiento empresarial, sino que también perpetúa la concentración del poder económico y limita la participación ciudadana en la creación y distribución de riqueza. La falta de un mercado de valores dinámico y accesible impide que la población en general se beneficie de los frutos del capitalismo, como la abundancia, la innovación y la competencia, pero más importantemente, el reparto de utilidades.
La ausencia de un mercado de valores inclusivo también exacerba la concentración de riqueza. Las empresas dependen en exceso de fuentes de financiamiento tradicionales, como los préstamos bancarios, que suelen ser más costosos y menos accesibles. O los familiares, lo que nos regresa a la concentración de riquezas.
Porque lo cierto es que mientras la incertidumbre reina en las mayorías, el porvenir pertenece a unos cuantos. Y México, arrinconado en su historia de privilegios heredados y oportunidades vedadas, sigue sin domesticar ese viejo fantasma. No por falta de talento ni de ingenio, sino por la ausencia de un escenario donde se repartan los riesgos, donde se capitalicen las ideas, donde el futuro sea una obra colectiva y no una profecía privada.
Hoy, según Banxico, apenas 139 empresas cotizan en la Bolsa Mexicana, frente a las más de dos mil que lo hacen en Brasil. Esa diferencia no es sólo numérica: es civilizatoria. Es la distancia entre una sociedad que confía en su porvenir y otra que aún lo teme. México, si quiere reconciliarse con los frutos del capitalismo, el único sistema financiero que ha repartido bienestar a la humanidad de manera masiva, a pesar de sus fallas, deberá primero construir el escenario donde estos frutos puedan repartirse. De lo contrario, seguiremos siendo una nación de potenciales sin destino, y de sueños hipotecados por la incertidumbre.