En Puebla uno no come, se entrega. Se deja envolver por una cocina que es rito y memoria, que se aprende viendo a la abuela. Aquí el sabor no se inventa, se hereda. Y sin embargo, a pesar de todo eso —o quizás por eso mismo—, Puebla volvió a quedarse fuera.

La Guía Michelin llegó a México en 2024 con bombo y platillo y en 2025, hace unos días, repitió la ceremonia. El país se desbordó en júbilo culinario: la alta cocina mexicana, al fin, recibía estrellas como si fueran medallas olímpicas. Aparecieron Ciudad de México, Oaxaca, Baja California, Nuevo León, Los Cabos, Quintana Roo… pero Puebla, no. Otra vez, no.

No hubo estrellas para sus restaurantes, menciones por sostenibilidad, ni siquiera ese consuelo menor del «Bib Gourmand» reservado para la buena comida a precios razonables. No hubo nada. Y no es que aquí no haya qué premiar. Es que parece que nadie lo quiere contar como se debe.

Hace unos meses, Juan José Sánchez Martínez, el nuevo (elegido en marzo) presidente de CANIRAC Puebla y heredero del mítico Burladero, dijo con aplomo que «Puebla se prepara para recibir sus primeras estrellas Michelin». Es cierto, también dijo que era en 2025 o 2026, pero la frase quedó flotando como un eco. ¿Se prepara? ¿Acaso no estaba ya lista?

Lo dijo con fe, con ganas, con esa terquedad tan poblana que a veces es virtud y otras, venda en los ojos. Porque la verdad, dura pero cierta, es que Michelin ya vino dos veces… y no nos vio.

¿Y cómo va a vernos si seguimos creyendo que cocinar bien es suficiente? No basta con que el mole esté perfecto, con que los chiles en nogada sean artesanía pura, con que el tamal de frijol te sepa a infancia. Todo eso importa, claro, pero el mundo ya no premia sólo el sabor. Premia el concepto, la historia, el riesgo, el discurso. Y Puebla, por más que lo tenga, no ha sabido empacarlo para que lo entiendan los de afuera.

Nadie viaja internacionalmente a Puebla para comer. Se pasa por Puebla, se almuerza en Puebla, se recuerda que aquí nació el chile en nogada, que aquí hay un mole, que aquí hay historia. Pero no se peregrina como a Oaxaca, no se celebra como en Baja, no se redescubre como en la Ciudad de México. Puebla no ha sabido ocupar el centro del escenario. No es destino gastronómico. Es de paso.

Aquí seguimos pensando que nuestras técnicas prehispánicas hablan por sí solas. Que el metate y el comal tienen voz propia. Que nuestras recetas novohispanas, con toda su mezcla de historia y capricho, deberían impactar por peso propio.

Pero la verdad es que nos falta vitrina y también autocrítica. Nos faltan restaurantes que no solo sepan cocinar, sino que se atrevan a contar algo distinto. Nos falta riesgo. Hay jóvenes cocineros poblanos con ideas brillantes, pero no tienen ni el respaldo, ni el lugar, ni el empuje para brillar. Y, muy importante, clientela dispuesta a probar algo nuevo.

La gran tragedia de Puebla no es que no haya sido reconocida. Es que nadie dentro parece haberse preguntado seriamente por qué. Hay tradición, pero no hay discurso. La ciudad se ha vuelto experta en replicar el pasado sin atreverse a contarlo en voz alta. La excelencia no basta si nadie la ve. Y en un mundo donde la visibilidad es moneda de cambio, Puebla sigue apostando por la invisibilidad como si fuera una virtud.

Los inspectores de la Guía Michelin, entrenados para encontrar excelencia y sorpresa, no vieron suficiente en Puebla. No vieron lo que todos los poblanos dan por hecho y celebran sin llegar a premiar. No lo vieron porque Puebla, tal vez, no lo mostró.

En Puebla nos encanta mirar hacia adentro. Nos fascina la tradición, tanto que a veces la amurallamos. No dejamos que respire, que dialogue, que evolucione. La ciudad cocina como siempre, con esa mezcla de solemnidad e instinto que hace de su comida una religión. Pero santo que no es visto no es adorado.

Y mientras otros estados suman estrellas, Puebla suma excusas. La ciudad no figuró, de nuevo, porque no se figura a sí misma. Porque entre tanto orgullo culinario no se ha sabido construir una narrativa capaz de seducir, de explicar, de conmover. La tradición no basta. La técnica tampoco. En esta época, también hay que saber contar la historia. Y Puebla, de tanto cocinarla, se olvidó de narrarla.