Qué sería de nosotros, pobres criaturas que caminan erguidas, si no fuera por el milagro contenido en una pastilla. Qué sería del dolor de huesos heredado por generaciones, del lumbago de los albañiles, del cólico menstrual de nuestras abuelas, de la fiebre inmemorial de los niños que deliran a medianoche, si no existiera el frasco de diclofenaco, redondo y casi sagrado contenedor de alivio.
Las farmacias son nuestras catedrales modernas. Las recetas, una forma sofisticada del rezo. Los químicos, alquimistas con bata blanca que destilaron de la naturaleza su revés: no ya el veneno, sino el bálsamo. Nos quejamos poco de eso. Nos entregamos al fármaco como antes al incienso, al amuleto, al brebaje de curandero. Aunque de repente hagamos locuras como el rumano del Paseo Bravo. Porque, a fin de cuentas, el dolor —ese democrático y ancestral flagelo— no conoce clase, ni raza, ni religión. Y contra él, alzamos una bandera blanca: diclofenaco sódico, 100 miligramos cada 12 horas.
Pero en esta cruzada gloriosa contra la inflamación y la molestia, olvidamos que el cuerpo humano no es el único que bebe. Que en nuestras heces y orinas, diluidas en las corrientes del mundo, viajan los residuos de nuestro consuelo. Que cuando morimos, y nos entierran —algunos con pastillas aún en el estómago, o con los componentes en nuestros tejidos—, entregamos a la tierra más que cenizas: le damos nuestro remedio.
Y ahí comienza el otro relato. Uno que no nos contaron los médicos ni los prospectos de los medicamentos. En la India, el subcontinente de los mil rituales, los buitres alguna vez fueron sacerdotes del ciclo de la vida. Su tarea era limpia: devorar los restos, acelerar la descomposición, cerrar el capítulo. En las ciudades y los campos, hacían el trabajo que ni los humanos ni los dioses querían tocar. Lo mismo restos animales o humanos.
Pero un día los cadáveres se volvieron venenosos. El diclofenaco, apenas unos miligramos, permanecía. El buitre comía. El buitre moría. Así, uno a uno, millones de ellos cayeron, con los riñones destrozados por el antiinflamatorio de los hombres. ¿Quién lo habría previsto? ¿Quién, en la euforia del alivio, pensó en la fisiología de un buitre?
Sin ellos, vino el hedor. Cadáveres sin devorar, perros callejeros que se multiplicaban, las ratas, la rabia. Se necesitaron años para entender el engranaje invisible que los buitres sostenían. Y cuando por fin lo entendimos, cuando la ciencia elevó su dedo y trazó la curva de la tragedia, ya no quedaban más que unos pocos sobrevivientes en lo alto.
Y porque la ironía siempre encuentra una forma de flotar río abajo, en otras latitudes, lejos del calor sagrado del Ganges, otra criatura se contorsionaba por una causa similar. No con plumas, sino con escamas. En las corrientes dulces de Europa, una trucha despierta súbitamente con un anhelo inexplicable. No buscaba alimento, ni refugio, ni apareamiento. Buscaba algo más. Algo que, en su mundo de instintos milenarios, no tenía nombre: metanfetamina.
Había aprendido a desearla, estudios de hace apenas un par de años nos lo confirman. A encontrarla en las gotas invisibles que transportan nuestros excesos y nuestros vicios. Adicción piscícola. Un oxímoron perfecto para la comedia moderna. Mientras los buitres morían por lo que no pidieron, las truchas desarrollaban dependencia por lo que ni siquiera entendían.
Una tragicomedia química, escrita con letras de farmacocinética. Lo que nos calma, altera. Lo que nos cura, envenena. El alivio humano es la angustia del ecosistema.
Y sin embargo, sería mezquino renegar de nuestros logros. Las medicinas han salvado a millones del sufrimiento inútil, del espasmo sin sentido, de la fiebre que mataba en la cuna. El dolor, ese látigo que nos recordaba que estábamos vivos, ya no es el único narrador de nuestra historia.
Pero cada conquista trae su sombra. Y si alguna vez creímos que el progreso era una línea recta, hoy sabemos que es un círculo que nos incluye a todos: al hombre y al buitre, al niño y a la trucha, al farmacéutico y al río. No podemos ya, en esta edad del conocimiento, seguir tratando al planeta como si compartiera nuestros remedios. Es el progreso. Es el precio. Es la externalidad. Lo llamamos con palabras largas para que no duela. Pero duele. Aunque no tomemos nada para calmarlo.