Es bien sabido que cualquier texto, cualquier discurso, escrito u oral, solo es trascendente cuando existe quien lo perciba, lo reinterprete, lo resignifique o, simplemente, lo lea. La lectura es un ejercicio que requiere, al menos en esta época que atravesamos, una de las fortunas más exclusivas: el tiempo, y, más aún, una suerte de disciplina que deja, a veces, más ruinas que placeres: la voluntad de saber. En ese sentido, a los lectores de este discreto espacio (que, seguro, son reducidos pero no por ello menos valiosos para mí), ofrezco una disculpa por la ausencia.

Con la lluvia, al caer la noche, salen los depredadores. Se les encuentra en los matorrales, en los pastizales, también en los bosques y en las ciudades. Pienso, por ejemplo, en esas ficciones clásicas, comunes y aleccionadoras. Estos personajes, aunque perversos, comparten entre sí la noción de la satisfacción: una vez alcanzada la presa, su deseo culmina. Aunque deleznables, conocen el valor de la saciedad. Pero algo ocurre en Tlaxcala y sus depredadores.

Las luciérnagas son minúsculos insectos cuya existencia es el breve, milagroso y poético éxtasis del deseo. Su efímera subsistencia tiene un solo propósito cimentado en la fatalidad. Una luciérnaga adulta vive, en extremo, cuatro semanas. Su vida anterior, en su etapa larvaria, es hasta diez veces más extensa que el goce de su madurez. Ya en este momento, las luciérnagas culminan el objetivo por el cual han prevalecido: encender su luz, destacar y reproducirse. Tras sincronizar sus destellos, al haber encontrado a su pareja ideal, ambos insectos, macho y hembra, mueren. Uno, tras la cópula, por el cansancio; la otra, drenada de energías, tras garantizar la subsistencia de sus huevecillos fecundados al depositarlos sobre la humedad del musgo o el fango.

Este espectáculo, que dura menos de 30 minutos, solo es posible gracias a dos factores: la lluvia y la noche. Debido a la sensibilidad de estos escarabajos alados (el término adecuado —pero, como todo tecnicismo, con una gran carencia lírica—, es coleóptero), y a la delicadeza de su etapa reproductiva, cualquier amenaza pone en grave riesgo no solo su ecosistema, sino su ciclo de vida: los microscópicos huevecillos pueden encontrarse en la maleza, en los árboles, e incluso sobre el mismo camino que habrán de pisar los más de 110 mil visitantes que anualmente se deleitan de este ritual.

Las cifras, con mucho orgullo retomadas por las autoridades estatales, abren las puertas a cada vez más ecoturistas, quienes esperan ansiosos los paquetes todoincluido para visitar Nanacamilpa, gran “Santuario” de las Luciérnagas, donde habita la especie endémica de México (Photinus palaciosi). Todo ello no sin antes ser presa de los depredadores que rondan fuera de los bosques, quienes ofrecen, además del recorrido, hospedajes, tours guiados y hasta catas de pulque artesanal a precios, en muchas ocasiones, elevados. No hay mesura cuando el tiempo de ganancias dura, apenas, poco más de un mes. 

Una decepción compartida es la que se llevan tras el viaje: son pocas las luces que se miran en la penumbra, y el espectáculo es más breve de lo que se esperó, consecuencia natural de años de invasión a este vulnerable ecosistema, que ha tenido desplomes aceleradísimos en su población por diversos factores, entre ellos la irresponsabilidad de un ecoturismo mal planificado.

Pero ¿qué esperar de este país que da la espalda a cualquier tipo de conflicto del que no se pueda aprovechar para su interés particular? Insaciables por tu terquedad, terrible categoría que distingue a este tipo de depredadores.