Todos queremos ser felices. Y esa felicidad se alcanza recibiendo y dando amor. Sin embargo, el pecado nos encierra de tal modo que no dejamos que el amor entre en nosotros y salga hacia los demás. Entonces, terminamos solos, vacíos, sin sentido y lastimando a los demás al actuar de forma egoísta e injusta.

Pero Dios, que nos creó para la felicidad, no nos abandona; envía a su Hijo, que, haciéndose uno de nosotros y amándonos hasta dar la vida, nos libera del pecado, del mal y de la muerte, y nos da su Espíritu de amor para que seamos hijos de Dios, miembros de su familia la Iglesia, y partícipes de su vida plena y eternamente feliz, que consiste en amar.

 “El Padre es la fuente de la alegría —comenta el Papa Francisco—. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador”. 

Por eso, invitándonos a participar de su misión, que es comunicar a todos la alegría del amor de Dios, Jesús nos pide: “Vayan y hagan discípulos a todas las gentes”. 

 Se trata de ir a nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestro noviazgo, nuestros ambientes de amistades, de vecinos, de estudio, de trabajo, la sociedad en que vivimos, y enseñar a todos, con el testimonio de una vida coherente, que el amor es el único camino que conduce al auténtico progreso y a una vida plena y eternamente feliz. Ese amor que nos hace orar por todos, velar por la equidad y practicar la justicia.

 La misión que Jesús nos confía se extiende también a los que no han recibido el Evangelio o que han perdido la alegría de creer. Por eso, muchos sacerdotes, consagrados y laicos están entregados a llevar el mensaje de salvación a pueblos lejanos, enfrentando carencias y hasta graves peligros. Oremos por ellos, y con nuestra ayuda material contribuyamos a que “todos los pueblos alaben al Señor”. 

 Fortalecidos por la oración, demos testimonio de Cristo en la casa, el trabajo, la escuela, la parroquia, el barrio más pobre, los medios de comunicación, las redes sociales, la cultura, los negocios, el deporte, los hospitales, las cárceles, los lugares donde se toman las grandes decisiones políticas, económicas y financieras que afectan a millones de personas, y hasta en los “antros”.

“Evangelizar —decía el Papa Paulo VI, que este Domingo Mundial de las Misiones es proclamado beato—, significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad”. 

Conscientes de esto, propongámonos, como santa Teresita del Niño Jesús, Patrona de las Misiones, ser, en la Iglesia y en el mundo, el amor ¡No tengamos miedo! Jesús está cada día con nosotros, facilitándolo todo. 
Con su ayuda y la intercesión de María, hagamos de la Iglesia el hogar de muchos, una madre para todos los pueblos, y contribuyamos al nacimiento de un nuevo mundo. Monseñor Eugenio Lira Rugarcía