En estos días muchos están gozando de las vacaciones, tiempo extraordinario para convivir con la familia y los amigos. Como Jesús, haciendo una pausa en sus actividades, fue de visita a casa de Lázaro, Marta y María. Ahora, él viene a nosotros a través de su Palabra y del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Que emocionante saber que la Eucaristía, en la que el propio Jesús se nos entrega para “hospedarse” en nuestra alma, nació en el Cenáculo de Jerusalén, desde donde se difundió progresivamente por todo el mundo, comenzando por Asia Menor y Roma, hasta llegar a México, y en 1531 a nuestra Puebla.

Jesús viene a nosotros para llenarnos de su amor y ofrecernos una vida plena y eternamente feliz ¡Él “es la esperanza de la gloria”!. Sin embargo, ¿Lo dejamos entrar en nuestra vida, en nuestro matrimonio, en nuestra familia, en nuestro noviazgo, en nuestros ambientes de amistades, de estudios y de trabajo, en nuestra sociedad, en nuestros negocios, en nuestras diversiones y en nuestros descansos? Quizá respondamos que sí. Pero, ¿cuál es la calidad de nuestro “hospedaje”? ¿Cómo el de Marta o como el de María? Ambas eran piadosas y le amaban. Por eso lo recibieron en su casa. Sin embargo, una se dejó abrumar tanto por las actividades, que descuidó al Huésped, mientras que la otra le dedicó toda su atención.

Quizá como Marta nos dejamos agobiar por las muchas cosas que nos preocupan y ocupan: el aseo de la casa, hacer la comida, lavar, ir de compras, trabajar en la oficina, atender el teléfono, el fax y el correo electrónico, juntas con jefes, socios, empleados y clientes, estar bien informados, elaborar planes, hacer ejercicio, realizar tareas, divertirnos y cuidar los ahorros. Y probablemente, al final del día, después de habernos desgastado en tantas cosas, experimentamos un gran vacío, sintiendo que nos hemos alejado de Dios y de las personas por las que decimos que lo hacemos todo ¿Cuál es la causa?, que seguramente estamos descuidando lo más importante.

Para no dispersarse es preciso recordar que lo importante es el amor

Jesús no quiere que eso nos suceda. Por eso nos dice con ternura: “muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria”: estar con Él en su Iglesia, a través de su Palabra, sus Sacramentos y la oración, y así vivir como nos enseña: amándolo, amándonos a nosotros mismo y a los demás. Cuando no lo entendemos, empezamos a dedicar demasiado tiempo a lo que, sin dejar de tener valor, tarde o temprano pasará, como lo expresa san Agustín cuando escribe; “Marta… ahora estás ocupada en los mil detalles de tu servicio… que, en la Patria celestial… ya no existirá”. Cuando perdemos de vista la meta, olvidamos que para que exista armonía debe haber jerarquía. En una orquesta todos los instrumentos son importantes, pero cuando uno tiene su lugar, su momento y su intensidad. Lo mismo pasa en la vida.

El trabajo, el estudio, la economía, el ejercicio y las diversiones tienen su importancia, pero hay que darles su sitio. ¿De qué sirve tener un cuerpo casi perfecto, dinero y diversiones, si no nos sentimos satisfechos? ¿Para que trabajar mucho por tener una casa con todas las comodidades, sino nos queda tiempo para convivir con la familia? ¿Para qué crear sistemas políticos y económicos, si estos no respetan la vida y la dignidad de todos, sin excepción, ni nos ayudan a alcanzar un nivel de vida auténticamente humano? ¿De qué sirve decir que creemos en Jesús, si no lo escuchamos ni lo seguimos? Cristo nos enseña que lo realmente importante no es la cantidad de cosas que hacemos, sino el amor que ponemos en ellas.

Un antiguo estratega decía: “Quien está disperso en todas direcciones, es vulnerable en todas partes”. Elijamos “la mejor parte”, como supo hacerlo Abraham al hospedar un peregrino, que en realidad era Dios, quien le bendijo abundantemente. Para hacerlo, debemos cumplir su palabra con un corazón sincero, y proceder honradamente, obrar con justicia y no hacer mal al prójimo. “Fe, esperanza y caridad están unidas, afirma el Papa Bendito XVI. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad”. Solo unidos a Dios podremos poner en orden nuestra vida, dando a cada cosa su lugar, entendiendo que el amor es lo más importante. Entonces, como María, elegiremos la mejor parte.