José Sánchez del Río, mártir mexicano, recientemente canonizado por la Iglesia, defendió hasta su muerte los ideales de su fe; joven audaz, ante la muerte no claudicó en sus creencias religiosas. 

José Ramón Reina de Martino

 

Sahuayo, Michoacán. Viernes 10 de febrero de 1928. Se escribe una página llena de gloria para la Iglesia Católica en nuestra patria. Es la Guerra Cristera. Para un adolescente de 14 años ha llegado el momento supremo de obtener el premio de una fe sencilla, pero inquebrantable. Ha sufrido la tortura: al menos cuatro días en la cárcel; las plantas de los pies cercenadas. Continuamente invitado a abdicar de su fe, padeciendo burlas y ultrajes, pero siempre firme. Su joven corazón está puesto en el premio, considerado por él como lo más valioso y, a la vez, tan al alcance de la mano. Así se lo había dicho él mismo a su madre: “Mamá, nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora”.

Sus verdugos –los soldados federales- lo han hecho caminar con los pies heridos y sangrantes desde el cuartel militar, hasta el cementerio. Sufre. Reza. Piensa en Cristo crucificado. Le ofrece su vida. Llegados al camposanto, es colocado junto a su propia fosa. No logran hacerlo renunciar a su fe. Su cuerpo es lacerado a puñaladas. Entonces, el capitán de la escolta decide acabar con todo disparando con su fusil a la cabeza del mártir, que ya se encontraba derrumbado en la fosa. Sus últimas palabras fueron: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!” 

¿Quién fue este jovencito tan audaz, que confiesa valientemente con sus labios y con su corazón a Cristo Rey? Se trata de san José Sánchez del Río, mártir mexicano, recientemente canonizado por el Papa Francisco, quien con su martirio, en el que se hace palpable el ideal que mueve su vida y lo impulsa a entregarla, nos ofrece con claridad meridiana un ejemplo de lo que sucede cuando Cristo reina en un corazón.

Jesucristo es rey del Universo. Así lo celebramos este domingo en el que concluimos el ciclo litúrgico. Y reconocemos al “Rey de Reyes y Señor de Señores” (Ap. 19, 16), como la fuente más genuina y auténtica de felicidad para nuestro corazón, ya que nos “ha hecho capaces de participar en la herencia de su pueblo santo” (Col. 1, 12).

¿Por qué nos conviene reconocer a Jesucristo como rey de nuestra vida y nuestro corazón?

Porque Él nos libera del poder de las tinieblas

Las tinieblas y la oscuridad son sinónimos de miedo, tristeza e inseguridad. No cabe duda que por nuestra condición humana experimentamos continuamente el miedo. Miedo que nos desanima y nos desalienta. Pensamos que ya no tiene caso luchar. 

Nos atenaza, como decía el Papa Francisco en su visita a México, “la tentación de la resignación” (Morelia, 11 de febrero de 2016). Proclamando con nuestro corazón a Jesucristo Rey, experimentamos la fuerza para sobreponernos a ese temor que sentimos insuperable. En un hermoso canto litúrgico, “Cristo está conmigo”, reconocemos esta realidad cuando decimos: “Ya no temo, Señor, la tristeza; ya no temo, Señor, la soledad; porque eres, Señor, mi alegría, tengo siempre tu amistad”. Jesucristo Rey, es alegría y optimismo, para no dejarnos abatir por la dificultad. 

Porque nos da la paz, por medio de su sangre derramada en la cruz

Superados nuestros miedos, recibimos un gran regalo: estar en paz. Además, nos apoyamos firmemente en la convicción de que para Jesucristo Rey somos muy valiosos. Tanto que no ha dudado en derramar su sangre por nosotros en la cruz. 

“Ustedes saben que fueron rescatados de la vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo (1 Pe. 1, 18-19).

Porque nos asegura que estaremos con Él en el paraíso

La plenitud de la alegría y la paz la obtendremos al llegar al lugar que Jesucristo Rey nos ha preparado. Después de la prueba aceptada con paz y con alegría, esperamos alcanzar el premio de la fe del “buen ladrón”, a quien Jesucristo no defrauda. 

Los anhelos de nuestro corazón quedarán satisfechos en la eternidad que, en palabras del Papa Emérito Benedicto XVI, es “el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después- ya no existe” (Spe Salvi, 12).

San José Sánchez del Río, nos lanza el desafío de permitir a Jesucristo Rey ser un amigo entrañable, que nos llena de alegría y paz. Ningún rey del mundo puede darnos lo que solo Cristo nos da. Por eso mantengámonos de rodillas ante Jesucristo Rey si queremos estar de pie ante el mundo. 

Sea alabado, Jesucristo.