Después de ser fuertemente sacudidos por la contemplación del Resucitado, la Iglesia naciente bajo la guía de los Apóstoles es testigo fiel de los signos que indican una única realidad: ¡Cristo vive! ¡Cristo ha resucitado!
1. Antes de narrar las nuevas persecuciones, escuchamos en la primera lectura, relato perteneciente a los llamados sumarios, en el que Lucas intenta resaltar el éxito con que el Evangelio comienza a abrirse camino a través de señales milagrosas y toda clase de sanaciones. El poder con que Pedro cura rememora los episodios de la vida pública de Jesús; así también la comunidad es digna de admiración y reconocimiento en el pueblo.
2. “La misericordia del Señor es eterna”, canta hoy el salmista. Esta es la respuesta a las interrogantes del pueblo que es testigo de la nueva vida de quienes pertenecen al grupo de los hermanos, los creyentes, los discípulos o seguidores del Camino, (nombres con que se denominaba a la Iglesia naciente en la predicación apostólica antes de llegar a Antioquía, donde se les llamará “cristianos”, según Hechos 11,26 hacia el año 47). El salmo 117 incluye alabanza y acción de gracias alternadas, emergidas de un individuo, que, liberado de un peligro mortal acude al Templo a dar gracias a Dios, porque “es eterno su amor”, porque se reconoce escuchado y salvado.
El personaje clamó desde la prisión, rodeado de sus enemigos; era piedra desechada por los albañiles, pero el Señor le hizo piedra angular.
3. “Yo soy el primero y el último (Alfa y Omega en el simbolismo del Cirio Pascual que encendíamos en la liturgia del fuego nuevo), el que vive”. Esta visión es de las más impresionantes que hallamos en el Nuevo Testamento, en la que Juan alude a las circunstancias peculiares de su destierro en Patmos, luego de ser llevado por su ardor en la predicación de la Palabra y de dar testimonio de Jesús resucitado. Se sabe geográficamente lejano, pero no abandonado; sabe que sigue perteneciendo a la hermandad nacida en Jesús; comparte con los demás cristianos perseguidos las tribulaciones por el reino de Dios. Es la primera vez que se habla del domingo como día del Señor, aquel día señalado en que el Espíritu se apodera del apóstol. El vidente que no dobló las rodillas ante el emperador romano, se postra en tierra y adora a Jesucristo, como su único Dios y Señor, porque éste no atemoriza, sino que pone su mano derecha sobre la cabeza del discípulo y lo conforta.
4. Ninguna alegría es mayor que la de volver a ver a quien se había dado por muerto. Y esto sucede ahora con los discípulos al ver entre ellos la aparición del Maestro, que días antes había sido crucificado, glorificando así al Padre. Y ahora, como en los viejos tiempos de la predicación, de pueblo en pueblo entre aventuras, aprendizajes y coloquios al interior del grupo, el Señor otorga su paz. Una paz que supera los miedos con que encuentra a los amigos; una paz que supera toda incertidumbre, y hace salir del hermetismo, al mostrarles las llagas de su pasión. La respuesta es sin duda de alegría, porque el mismo Jesús resucitado la provoca, la inserta en el corazón vacilante del discípulo, y le da crecimiento y fortaleza para recibir al Espíritu Santo Consolador, y poder así asumir la tarea del perdón de los pecados.
5. La segunda aparición cuenta ya con la presencia del Mellizo, Tomás. Lo que a él le ocurre, es lo mismo que puede pasarle a todo cristiano, de cualquier lugar y tiempo. Si Jesús se deja tocar las llagas es porque los discípulos deben palparlo para ser testigos de la resurrección, para testimoniar este grandioso encuentro con su persona. Desde ese momento, la comunidad de discípulos no se reduce a los Doce de aquella Palestina lejana a nuestra época, mentalidad y cultura. Todo el que tenga fe es bienaventurado y se hace discípulo del Señor, aunque no lo haya visto sensiblemente. La visión de fe es el único modo de entrar en comunión con Él, pues solo cuando nos postramos ante su gloria Él nos impone las manos, nos infunde su Espíritu, y nos confía dones inimaginables.
Jesús continúa haciendo todo para que le sigamos como Camino, Verdad y Vida. Por pura misericordia nos ha mirado complacido; por pura misericordia nos ha liberado de las tinieblas del pecado para llevarnos al reino de la Luz que no se acaba, aquella que al compartirse no mengua sino que se extiende generosamente, haciéndonos partícipes de su vida divina.
¡Felices Pascuas!
P. Fernando Luna Vázquez