En un mundo secularizado, en el que prima la imagen sobre la palabra, la pregunta no es tanto ¿quién escucha hoy la voz de Dios?, como ¿qué voz, o a qué voz, escuchan hoy la mayoría de nuestros contemporáneos? La escucha, como la contemplación, tienen que ver con la serenidad y con el interior, con la vida profunda e íntima de nuestro yo auténtico, con ese lugar y momento que es capaz de conmovernos hasta las entrañas. San Agustín insistía siempre en que la voz verdadera no está fuera de cada uno, sino que habita en lo más íntimo de nosotros, en lo más auténtico de lo que somos. El reto no es buscar fuera, sino caminar hacia dentro de nosotros mismos, sin caer en el egoísmo. Si soy capaz de escucharme, puede que sea capaz de escuchar a Dios, a los otros y a la creación.
Somos seres creados por Dios para comunicarnos. La comunicación es la acción más radicalmente humana. La incomunicación es inhumana, genera tristeza, es fuente de violencia y se encuentra en la raíz de todas las guerras que la humanidad ha tenido hasta el presente. La incomunicación desfigura el mundo y sus rostros; es fuente de ansiedad y perturbación. En la cárcel, el estar incomunicado se considera el castigo más duro que un recluso puede padecer. Cuando uno no está comunicado es como si la creación dejara de existir. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado el estrés que genera sentir la falta de comunicación o el no estar conectado. Cuando me retiro, en algún momento, buscando la soledad no es para incomunicarme, sino para huir del ruido, para restablecer la comunicación perdida. Me construyo en comunicación con los otros.
Escuchar el latido de la eternidad
La vida íntima de Dios es comunicación permanente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios se comunicó en Hijo en la historia humana y se sigue comunicando día a día para nosotros por medio de su Espíritu. Dios no se ha guardado nada para sí mismo y, por la Escritura, sabemos que está atento a los gritos y clamores del mundo.
Uno de los discípulos tuvo la suerte de reclinar su cabeza en el pecho de Jesús y oír los latidos de su corazón. Dios tiene un corazón que late, un corazón vivo. Cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto a la tierra de la libertad ofendió profundamente a Dios porque dudó de su compañía y de su presencia en medio de él. Es en los momentos de angustia y desesperación cuando también nosotros podemos dudar de si Dios camina a nuestro lado. El dolor, la rabia, la desesperación o la tristeza pueden poner a prueba nuestra fe en el Dios de la vida y de la Resurrección. Es un acto de fe creer que Dios nos escucha y acompaña porque su corazón, como sabemos por el testimonio del apóstol que reclinó su cabeza en el pecho de Jesús, sigue latiendo por nosotros y que lo seguirá haciendo por toda la eternidad.
Escuchar a Dios por encima de todo
Creo que nunca ha sido fácil para un cristiano vivir con credibilidad y coherencia el seguimiento a Cristo. Nos ha tocado vivir, al menos en Occidente, en una cultura donde lo cristiano se difumina cada día más; lejos van quedando los tiempos de la cristiandad, en la buena parte de la realidad estaba permeada de ‘lo cristiano’. La secularización nos sitúa en otro escenario. La vivencia de la fe está dejando de ser un hecho social y cultural de masas para pasar a ser un hecho existencial y de comunidades más reducidas. Nuestros templos se vacían y van cerrando poco a poco. El reto es no caer por ello, como el pueblo de Israel en el desierto, en el desaliento, sino el explorar nuevos caminos, el buscar nuevas rutas. Dios sigue comunicando porque su corazón sigue latiendo.
La experiencia del encuentro con la voz de Dios es individual, pero la salvación ofrecida por Dios es universal. Persona y comunidad, individuo y totalidad humana, se entrecruzan porque no podemos vivir incomunicados ni desconectados. Los cristianos tenemos como fundamento de lo que somos la vida de Jesús, confesado como el Cristo, y un proyecto que realizar: ir construyendo con su aliento y Espíritu el Reino de Dios. La voz de Jesús es la misma que la del Padre eterno, “Yo y el Padre somos una sola cosa”, y está, sobre todo, en su Palabra proclamada en la Iglesia en cada celebración y contenida, de modo eminente, en la Biblia, Palabra de Dios. Ojalá escuchemos hoy su voz de resucitado y no endurezcamos nuestros oídos perdidos en el mundanal ruido.
Fray Manuel Jesús Romero Blanco O.P.