Iban a ser las dos de la tarde.
Ahí estaba.
Una mujer sentada en una de las bancas de la sala de espera del Área de Urgencias, con el rostro lleno de arrugas y una servilleta en el puño derecho con la que secaba sus lágrimas.
Sin soltar el rosario que apretaba con fe en su mano, doña Eloisa sólo pide que su nieto Osvaldo —a quien hace un par de días le explotó una granada y se debate entre la vida y la muerte en el área de Terapia Intensiva del Hospital del Niño Poblano— se salve y pueda regresar a su casa, en Petlalcingo, municipio de Acatlán de Osorio.
“No importa que ya no esté completo, nosotros lo cuidaremos. Sólo pedimos a Dios que lo salve”, me dice la abuela apretando mi brazo, de dónde se sostenía.
La impotencia de ver en los rostros de la familia Zamora tanto dolor, desgracia y pobreza se siente en el estómago.
“Nos amenazaron, le dijeron a mi yerno que le iban a romper su madre si decía que ellos fueron los que tiraron esa cosa sin darse cuenta, la que le explotó a mi nietecito”, cuenta doña Eloisa refiriéndose a los hombres vestidos de soldados que llevaron al niño a la clínica de la comunidad de Petlalcingo, antes de ser trasladado a la ciudad de Puebla.
Hasta ayer, las autoridades atendieron el caso. La esposa de Felipe Calderón visitó al niño y se comprometió a que el gobierno del federal absorberá los gastos médicos y, en el futuro, donará las prótesis necesarias para la reintegración de Osvaldo una vida “normal”.
Pero no hay responsables.
Para el secretario de Seguridad Pública, Ardelio Vargas el “artefacto explosivo” pudo ser de “cualquiera”: del Ejército o de los “malos” que recorren esa zona, pues es limítrofe con Oaxaca. Y aunque no tiene idea de absolutamente nada, el funcionario sigue defendiendo a los uniformados.
“Cómo no iba a ser de ellos la granada, si luego luego recogieron al niño lleno de sangre, ya sin una mano y lo llevaron a la clínica del pueblo. Pero pues allá no hay nada, por eso había que traérselo para acá. Cuando llegamos, ellos nos dijieron (sic) que nos romperían la madre si decíamos algo. Pero yo me pregunto, sino era de ellos, ¿cómo supieron lo que pasó? Hasta tenemos unas fotos por si las dudas”, cuenta Alfredo, tío de la víctima.
¿Y los testimonios de la familia no cuentan para Ardelio Vargas?
Esta pinche impunidad.
Los más de doce integrantes de la familia Zamora, que vinieron a velar por la salud de Osvaldo, no pierden la fe. La desgracia los unió.
Bernardo, padre de la víctima, por fin conoció a su hijo. Hace nueve años se fue a los Estados Unidos, pues “el campo de Puebla ya producía poco y no había ni para comer”. Emigró a Texas cuando Osvaldo aún no nacía.
“Nunca se desobligó, mi hijo siempre nos mandó dinerito para que comiéramos, aunque sea frijoles. Y mire usted, ahora se vino bien rápido para estar con mi nieto”, dice doña Eloisa.
Ahora lo importante es que Osvaldo se salve, dicen sus parientes. No tienen cabeza para saber quiénes son los responsables de lo sucedido. Quizá esta historia quedará como cientos: olvidada.
Lo que es una realidad, es que si la suerte acompaña a Osvaldo en esta tragedia, su vida jamás volverá a ser igual.