“¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?” Se trata de una pregunta originalmente planteada en el siglo XX por dos juristas de altos vuelos: desde el palco de “la teología política”, Carl Schmitt sostuvo la posición de prominencia de los “los poderes neutros” —que para el caso mexicano serían la Procuraduría de la Defensa del Trabajo o la Comisión Nacional de los Derechos Humanos—, en tanto que Hans Kelsen, más cercano a la butaca del derecho positivo, afirmó que esa misión no podría ser efectuada más que por solo contrapeso ejercido por el Congreso y la representación política inherente al mismo. Tal vez esta mínima síntesis de “una gran disputa constitucional” sea mucho más pertinente plantearla en los términos de una cátedra que en una columna; sin embargo, y en virtud de los acontecimientos recientes, hoy más que nunca esta problemática debe trascender el aula y situarse al centro del debate público.  
Claramente la reforma electoral aprobada a finales del año 2007 no pasa la prueba de la democracia. A pocos meses de su formal aplicación, la normatividad ha dado más problemas de aquellos que ha intentado solucionar; desde el pasado 16 de febrero y hasta el próximo 30 de marzo, los candidatos, medios de comunicación y la ciudadanía en general padecen una suerte de “limbo jurídico” denominado “intercampaña” —etapa transitoria entre las “precampañas” y la contienda formalmente estricta—. Los términos de este absurdo de nuestro derecho electoral vigente son lamentables, permítame exponerlos detalladamente:
Un contrasentido. Justo cuando los partidos están en su punto máximo de ebullición ninguno podrá contratar tiempo en radio y televisión y, no obstante, podrán conceder entrevistas —que irremediablemente los medios capitalizan— siempre y cuando no difundan su plataforma de campaña. Imagínese a Javier Lozano Alarcón, candidato al Senado por Acción Nacional, en un noticiero hablando de los Nocturnos de Chopin. Su pasión por el piano no tiene ninguna relevancia para la agenda inmediata de la Cámara alta.
Una omisión. Tampoco pueden celebrar debates en la radio y la televisión, no hay forma de que los ciudadanos veamos y escuchemos a nuestros candidatos, el Instituto Federal Electoral nos ha impedido apreciar juicios, criterios y capacidades. No obstante de manera individual pueden hablar de “los grandes temas nacionales” que, por la fuerza de las circunstancias, terminan en una difusión de sus propuestas de campaña. En otro espacio noticioso Andrés Manuel López Obrador aseveraba: “el gabinete que vamos a encabezar”. ¿Acaso eso no es un acto anticipado de campaña?
Una tragedia. Los periodistas y analistas podrán hablar de partidos y candidatos siempre y cuando sea en un afán meramente informativo. Pese a ello el comentario editorial que conlleva toda información, la opinión en sí misma tiene matices diferenciados, “pensar es una empresa peligrosa” y todo juicio de valor puede incurrir, según el criterio del IFE, en daño moral o agravio. No es casualidad que la codificación se haya apoderado de las voces públicas: “el palco de la empresa”, “la pista de la maestra”, “señor copete” son expresiones a las que nos estamos habituando.
¿Quién debe ser el defensor de nuestras garantías constitucionales? De un artículo 6 y 7 constitucional que bajo la expresión “daño moral” incurre en lagunas y vaguedades diversas y, más aún, ¿quién debe defendernos del IFE? De su timocracia y autonomía paternalista.