Agnes Torres Hernández: psicóloga, columnista, activista transexual, luchadora incansable por los derechos de las minorías; tras una muerte impune e indignante polarizó a la sociedad poblana de un modo pocas veces advertido. Este abominable crimen fue capaz de concientizar y poner en movimiento a una ciudadanía progresista, incluyente, respetuosa y tolerante; contradictoriamente, y al mismo tiempo, consiguió escandalizar a un sector que por alguna razón —tal vez por un absurdo rasgo de cultura profunda— no se ha logrado sacudir todavía el olor a veladora ni arrancado el escapulario de la cabeza.
La sentida pérdida de Agnes Torres, junto con las circunstancias del hecho, en muy pocas horas escapó del debate de las redes sociales —lugar donde se originó la noticia— acaparando la presencia de los reflectores nacionales y locales; poco a poco los líderes de opinión fueron abordando el tema de manera casi marginal, disimulada y, algunos, hasta casi obligada; acto seguido, una concentración en el zócalo poblano el pasado lunes por la tarde, exhibió como un solo bloque aquello que casi siempre permanece fragmentado, el inmenso mosaico de organizaciones pertenecientes a las filas de combate de la comunidad LGBTTTI que, por la lógica de sus siglas comprende unitariamente a toda diversidad sexual posible —lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros, travestis, transexuales e intersexuales—; en fin, al día siguiente —el martes— en una reunión pronta y expedita celebrada en Casa Aguayo con el secretario general de Gobierno, Fernando Manzanilla Prieto, fue entregado un pliego petitorio, una agenda de la tolerancia y la dignidad.
Hace cuatro siglos John Locke, precursor del liberalismo político, en clave distributiva solía afirmar “la regla de ejercicio de las mayorías debe ser preservar los derechos de las minorías”. La democracia liberal en Occidente no ha entendido, o no ha querido comprender, la amplitud jurídica que en nuestros ordenamientos y procedimientos debemos asumir. La democracia, o cualquier tipo de régimen que se presuma como tal, debe forjarse en la plena libertad de las diferencias; si las particularidades “de unos, de los otros, de los distintos” —como le gustaba decir a Hannah Arendt— no están salvaguardadas en una democracia, esa forma de gobierno queda inmediatamente vacía en su sentido y significado.
“La agenda de la diversidad” —si se me permite el apelativo— que fue entregada a Manzanilla Prieto y firmada por organizaciones como Comité Orgullo Puebla, Vida Plena y Erósfera, entre otras, tiene por objetivos: *El esclarecimiento de todos los crímenes contra miembros de la comunidad LGBTTTI.
*Una ley estatal para prevenir y erradicar la discriminación,
*Sanciones claras y contundentes para todas aquellas personas del servicio público que incurran en actos homofóbicos.
*Que la Comisión de Derechos Humanos tenga una agenda especializada en temas relacionados con derechos sexuales y reproductivos.
*Y que la PGJ abra una agencia especializada en delitos por razones de género, entre algunas otras peticiones urgentes.
La respuesta gubernamental, a nivel de ordenamientos jurídicos fue máxima y, al mismo tiempo, mínima en la realidad de los hechos. El Congreso del estado, como “si sacara un conejo de una chistera”, aprobó una reforma empantanada desde hace años al artículo 11 de la Constitución del Estado de Puebla para incluir la prohibición a “la discriminación en la entidad por motivos de preferencias sexuales”. La ley, diría Kelsen, “es el ordenamiento del deber ser”, en tanto no exista una reforma al Código de Defensa Social tipificando “los crímenes de odio” no habrá elementos para que un juez, al momento de emitir una sentencia condenatoria, utilice “el odio” en vez de “el dolo” o “la peligrosidad” como sus elementos para la individualización de la norma judicial. No hay duda: Puebla se encuentra frente a una laguna deliberada e incentivada por la indiferencia de los Poderes Ejecutivo y Legislativo estatales.