Aún no doy crédito a lo ocurrido con el artículo 24 constitucional. El pasado 15 de diciembre la Cámara de Diputados modificó, sin previo estudio de constitucionalidad, un argumento esencial para la vida republicana de este país; sin mayor demora San Lázaro turnó al relumbrante recinto de Reforma un proyecto contrario a los fundamentos del liberalismo político; paradójicamente muchas semanas esperó la minuta en el Senado de la República para que, a última hora fuera discutida y dictaminada con el mayor desparpajo posible, pareciera que nadie advertía la naturaleza vital y mucho menos las dimensiones políticas de aquello que se eliminaba, de todo aquello que finalmente de obviaba.
En el tenor del fast track, con 72 votos a favor y tan sólo 25 en contra, el espíritu de la norma del 24 constitucional fue mutado para siempre y, aunque aún se espera la ratificación de al menos 16 congresos locales, el procedimiento se suscribirá a un mero trámite. El republicanismo desde hace mucho ha abandonado “las conciencias éticas” de nuestras soberanías locales.
A lo largo de la historia del siglo XX hemos visto, a ras de suelo de la transformación del Estado mexicano, mutaciones significativas en la materia y la forma del artículo 24 constitucional. Sin embargo, a casi un siglo de vigencia de nuestra Carta Magna, su contenido ha transitado del franco anticlericalismo a un tenue laicismo, relativamente incluyente y respetuoso. La reforma avalada hace un par de días por el Senado de la República agregó dos estructuras abiertamente peligrosas: la primera se suscribe al sustento de una “convicción ética” relacionada con la libertad en el esquema de valores morales —más bien religiosos— que cada ciudadano desee profesar, mientras que la segunda está relacionada con la “prohibición” del uso de los actos religiosos como “actos proselitistas” y abiertamente políticos.
Una lectura inmediata —por cierto, se trata del análisis que me he topado con grotesca frecuencia— afirmaría que con la reforma al artículo 24 el laicismo se ha fortalecido en tanto que la eventual emergencia de un Estado confesional sólo está sustentada en un trauma histórico. Discrepo totalmente; permítame, “por convicción ética”, ir a contracorriente:
Primera réplica. ¿Qué es la ética?, ¿quién va a determinar el criterio del legislador para dirimir si una acción es o no constitucional?, ¿cómo saber si esa interpretación está o no apegada a derecho? Hay muchas preguntas y no tenemos ninguna respuesta. Si hay convicciones éticas en consecuencia alguien —un juez o un magistrado— debe discriminar las validas de aquellas que resulten improcedentes, y lo hará —y esto es lo más grave de todo— desde consideraciones éticas, valorativas, parciales y hasta tendenciosas que, a juicio de una mayoría religiosa, pudieran resultar contrarias y hasta ofensivas a la libertad de elegir, pensar y creer en aquello que a cada uno de los ciudadanos les plazca.
Segunda réplica. Por “convicción ética” una ciudadano puede, ejerciendo sus derechos políticos, difundir, denostar y hasta recomendar el proyecto y la ideología de un partido político o un determinado candidato, y puede hacerlo porque su “convicción” así lo determina y siguiendo su conciencia —una palabra muy parecida a convicción, que pertenece al ámbito de lo privado— puede hacer tal cosa en pleno acto religioso o frente a la feligresía, en plena eucaristía y portando o no una sotana. En suma, ¿qué hacer cuando por nuestra convicción se cae en la franca prohibición? Otra vez no hay respuesta.
La vaguedad del texto constitucional es abrumadora, permite la emergencia desde el espacio de la Constitución del objeto contrario a toda regulación republicana y liberal, un Estado confesional. “El poder último” está en los congresos de los estados; no obstante me es claro que los dados ya están cargados.