En Tonanzintla, ahí donde se encuentra uno de los templos más bellos del mundo —el barroquismo indígena en su máxima expresión—, Carlos Fuentes escribió una de sus mejores novelas: Cambio de piel. Y lo hizo en la casa del astrónomo Guillermo Haro, esposo de Elena Poniatowska, que invitó al autor de La Región más Transparente a pasar una temporada en Santa María Tonanzintla.
Fuentes escribía en ese tiempo escuchando a los Beatles a todo volumen, un volumen tan alto que no escuchaba cuando la señora que hacía la comida en la casa Haro-Poniatowska le decía que si quería un cafecito o un tequilita. O que ya estaba lista la comida. Fuentes no tenía oídos para nada que no fueran los Beatles y su novela. Y así era todos los días. Igual que en su casa de San Ángel, cuando lo mismo escribía sobre el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo, que sobre la pintura de Juan Soriano. Siempre, inevitablemente, con los Beatles a todo volumen.
Fuentes, dicen quienes lo conocieron, era hiperactivo. Lo mismo bailaba twist con su hijastra Julissa que, Glenfiddich en mano, conversaba con García Márquez y Cortázar sobre sus amoríos tempestuosos con Jean Seberg, una bellísima actriz estadunidense de origen sueco que lo volvió loco como a muchos otros que tocó.
Cuentan —quienes lo vieron— que Fuentes de pronto se daba sus escapadas a Puebla y comía mole poblano con singular gula, al tiempo que se metía a la catedral y al templo del Rosario con su inseparable Fernando Benítez.
De entre todos los escritores mexicanos, Carlos Fuentes fue siempre el más iconoclasta, el más culto, el que más idiomas leía y hablaba, el que más sabía de cine y de mujeres, el que más entendía de vino y de comida, el más elegante, el que en más países diferentes había vivido, el que mejor reía, el que fumaba con más clase, el que bailaba twist y mambo como un profesional, el más querido, el más odiado.
Tan odiado fue por un sector de los intelectuales mexicanos que Enrique Krauze pasó meses enteros frente al ordenador para destruirlo con un ensayo llamado La comedia mexicana de Carlos Fuentes. Hoy, muchos años después, queda claro por qué lo hizo: Krauze lo envidiaba tanto que quería ser como él. Incluso le robó a dos de sus amigos más cercanos: María Félix y Octavio Paz. Y no sólo eso: Krauze se viene empeñando desde hace algunos años en ser el más iconoclasta, el más culto, el que más idiomas lee y habla, el que más entiende de vino y de comida, el más elegante, el más querido, el más odiado.
Ya encontrará Krauze el Krauze que lo haga pedazos.