Es políticamente correcto confesarse adicto a la literatura de Gabriel García Márquez: siempre cercano a las mejores causas, dueño de una narrativa popular, amigo de Shakira, admirador del vallenato. El problema empieza cuando se realiza un análisis minucioso de su obra, cuando se le practica una resonancia magnética a sus delirios públicos, cuando se traza el mapa geopolítico de la marca García Márquez.
En ese momento aparecen algunas verdades irrefutables, muy poco gratas para sus seguidores. Surgen, ciertamente, cicatrices profundas y una que otra grieta en su pasado. Y algo peor: el rostro del novelista se revela como el retrato que Dorian Gray guarda en el ropero.
García Márquez es mejor cuentista que novelista, pero es mejor periodistas que cuentista. (Hablo en presente de su obra porque un buen escritor nunca escribe en el pasado. Siempre está escribiendo en el presente.) Sus crónicas periodísticas combinan dos aspectos que el escritor sudafricano Coetzee veía en Gustave Flaubert: una vívida imaginación poética y agudos poderes analíticos.
Esa dualidad aparece pulcramente refinada en sus cuentos y es aquí cuando se revela el García Márquez más hecho: aquel que se mueve mejor en canchas cortas que en espacios largos. Sus novelas, incluyendo Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera (las más logradas junto con El otoño del patriarca), son fascinantes en una primera lectura, pero resisten con poca gloria una segunda lectura. (Las grandes novelas, como Pedro Páramo o el Quijote, viven en la relectura permanente.) Cien Años de Soledad es sorprendente la primera vez que se lee, pero en el segundo encuentro ya nos la sabemos de memoria. Se vuelve previsible. Es como la poesía de Jaime Sabines: maravillosa y reveladora la primera vez. Reiterativa y obvia la segunda vez.
Gabriel Zaid siempre ha defendido la idea de que los escritores y poetas no deben contaminar su obra ni con sus rostros visibles ni con sus actuaciones públicas. Una vez, incluso, Zaid demandó a un diario que publicó una imagen suya en la sección cultural. Su argumento no tiene desperdicio. Y es que el poeta y ensayista considera que lo único que debe quedar de un escritor es su obra. Nada más. No su rostro. No sus opiniones públicas. Sólo su obra.
García Márquez manchó sus libros con sus adicciones políticas: Fidel Castro, Carlos Salinas y Carlos Slim son algunas de ellas. Ensució su narrativa con sus pasiones ideológicas y sus más lamentables omisiones críticas. Pudo ser como William Faulkner: el escritor discreto, pero genial. Prefirió ser como Ernest Hemingway: hijo del ruido y el escándalo.
Y pese a todo, García Márquez es, sí por cierto, un clásico en vida. Un clásico al que hay que leer con ojo crítico.