Las cartas entre escritores suelen revelar pasajes oscuros, inéditos, perturbadores. En ellas nos enteramos de las infidelidades, de los apuros económicos, de los excesos de alcohol y cocaína. Los protagonistas, víctimas de arranques de sinceridad, se abren escandalosamente porque no se imaginan jamás que algún día esas cartas serán publicadas.
Eso ocurre con la correspondencia que durante varias décadas mantuvieron, desde distintos puntos del mundo, Octavio Paz y José Luis Martínez, y que ahora, gracias a la imprudencia de Rodrigo Martínez Baracs, hijo del diplomático y hombre de letras, aparece, de manera fragmentada, en forma de libro: Al Calor de la Amistad (Correspondencia 1950-1981), Fondo de Cultura Económica, México, 2014.
Y digo imprudencia porque a través de este libro nos enteramos de que Octavio Paz fue “aviador” del gobierno mexicano durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, a través de un organismo público descentralizado: Ferrocarriles Nacionales de México.
Cada 30 días, durante varios años, nuestro más alto poeta, el más exquisito, el más puro, no tuvo empacho alguno en cobrar un salario que no merecía, pues en esos años trabajaba en la Secretaría de Relaciones Exteriores al lado de otro gran poeta: José Gorostiza.
En sus cartas era inevitable que Paz se quejara de sus apuros económicos. El dinero no le alcanzaba a quien, además, tenía que tolerar las infidelidades y la neurosis galopante de su esposa, la escritora Elena Garro, a quien se refiere como “ya sabes quién”. Son los años terribles del poeta, que, no obstante, se da tiempo para escribir lo mejor de su prosa y de su poesía.
El 22 de enero de 1957 —año en que publica dos de sus obras maestras: Piedra de Sol y El Arco y la Lira—, Paz le escribe estas líneas urgentes a José Luis Martínez: “Te agradezco muy de veras tu amabilidad con Helena (su hija) en el asunto de los dineros. Como está visto que tus amigos siempre hemos de pedirte favores o abusar de tu generosidad, quiero darte una nueva molestia. ¿Gozo aún de la regia —no por ferrocarrilera menos real, en todos los sentidos de la palabra— dádiva mensual? Y en caso de ser así, ¿podrías enviarle el dinero a mi madre, y podría ir ella misma a recogerlo, a tu oficina? (…) Siempre te he dado molestias. Me gustaría mucho servirte en algo”.
En esa época, Paz ya había pasado hambre como secretario de tercera y de segunda, respectivamente, en los consulados de México en San Francisco y Nueva York, pues el salario de Relaciones Exteriores era realmente bajo. Guillermo Sheridan, en su papel de biógrafo, escribió algunas líneas elocuentes de esos años: El dueño de un hotel “le prestaba (al joven diplomático) un diván en un cuarto del sótano que alquilaba a vespertinas jugadoras de bridge”.
En otro momento, a principios del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, Paz aboga por Homero Aridjis, quien trabajaba al lado de Humberto Romero, poderoso secretario particular de Adolfo López Mateos: “al cambiar el régimen perdió su pequeño empleo. Tú lo conoces bien: es uno de nuestros mejores poetas. ¿No habría manera de darle algo en Bellas Artes o en Educación?”.
“Darle algo”… ¿A qué se refiere: a un trabajo o a una dádiva mensual?
Las reveladoras cartas dejan en claro que José Luis Martínez fue a lo largo de toda la vida un extraordinario amigo del poeta. Y aunque en el prólogo del hijo hay cierto tono de reproche, Paz, al final de su vida, a unos días de morir, tocó la mano del también exdirector del Fondo de Cultura Económica y le dijo: “tu mano tiene el calor de la amistad sincera”.
No se volvieron a ver.