La célebre novela de Gustave Flaubert que cuenta las infidelidades de una mujercita del campo francés casada con un médico mediocre y agachón es la historia de la vida de miles —millones— de mujeres que habitan el planeta. Ya lo dijo su autor cuando el libro empezó a circular generando cejas levantadas y reacciones de ira: “Hay miles de mujeres que son como Emma Bovary y que todos los días tienen que soportar la medianía de espíritu de sus maridos”.
Las modernas Emmas Bovary viven en la provincia o en las grandes ciudades. Dependen económicamente de sus esposos. Están mortalmente aburridas. Se entretienen en labores “propias de su sexo” para no correr a acostarse con el plomero o el primer patán que ose acercárseles. Piensan que sus maridos son unos mediocres, aburridos, buenos-para-nada. Simulan una felicidad inexistente cada vez que ellos las “sacan” a comer. Bostezan cada vez con mayor frecuencia. Piensan que el mundo es injusto con ellas. Se entretienen leyendo historias de amor en las que los galanes no tienen la panza fofa del marido. Cuentan los días que faltan para su liberación.
Esa liberación, en la escuela de Emma Bovary, consiste en una seducción brutal, tal como la sintió el personaje femenino de Flaubert una vez que estuvo en los brazos de Rodolphe, su primer amante.
Los días, a partir de entonces, fueron diferentes. Ya no importaba la cara de plátano del marido aburrido. No importaban tampoco sus conversaciones sobre los pacientes a los que atendía. Había por encima de todo algo nuevo y excitante que llenaba su vida. “Tengo un amante, tengo un amante”, susurra Emma luego de la primera vez que se entregó a Rodolphe.
Charles Bovary no se inmutó cuando empezó a percibir las primeras señales de la infidelidad de su mujer. De hecho ni siquiera las percibió. No le pareció extraño que quisiera un caballo para ir a cabalgar con Rodolphe. Al contrario: la emoción le ganó y la celebró.
Tras la primera ruptura brutal —Rodolphe abandona a una Emma que quería fugarse con él—, el mediocre Charles supone que la depresión que habita el cuerpo de su mujer tiene que ver con el amante, pero pronto aleja esos pensamientos y se concentra en levantarle el ánimo a la dama. Incluso, le lleva a quien será el segundo amante de la lista: León. Un joven aspirante a abogado y poeta imperfecto. Él hace que Emma recupere el estilo y el carácter febril de antes. Los nuevos amantes vuelven a vivir a costillas del marido insulso.
¿Cuántas Emmas pasan la vida pensando que el destino es injusto y que sus pobres almas no pueden estar sujetas a las estupideces de un marido más tonto que una piedra? ¿Cuántas Emmas no están a punto de caer seducidas por un Rodolphe de tercer mundo?