Sueñan con que los anuncien en una plaza de primera y que el cartel lleve impreso su nombre, más, el de dos figuras. Eso significaría que les han dado toros de los que se dejan meter mano y que permitirán un triunfo de apoteosis que los suba al carro. Ellos lidian mucho mejor que varios figurones del toreo de esos que llevan el vestido de la aguja y en el patio de cuadrillas, frente a las cámaras de la tele, sacan el pecho con unos aires como si alguna vez le hubiera hecho palmas al Camarón de la Isla, poniendo cara de circunstancia para taparle el ojo al macho, porque por dentro lo saben bien: la cosa no es para tanto. Los toros de los encastes turroneros, con los pitones bien aserrados y dándoles caballo, son más buenos que el pan de pueblo.
Los coletas de condición humilde, en cambio, llevan el vestido discretamente remendado y con rancias manchas de sudor amarillo en los forros. La mayoría tiene que sacar raja de otro trabajo, para no matar de hambre a su familia.
La nota que me da pie para escribir este artículo, la leí en el diario El Mundo, versión electrónica. Se titula: “Albañiles, camareros, taxistas… la dura vida de los toreros proletarios” y está firmada por Juan Pelegrín, que supongo, es el famoso fotógrafo taurino. En cuanto al reportaje, ya desde el título pareciera que hay una incongruencia “…toreros proletarios…”, sería tanto como decir “profesores millonarios”, pero, no, el término es exacto y muy apropiado, aunque no suene a calé y sí, a teoría marxista. La raíz etimológica de la palabra “proletariado” viene del latín “proles” y significa descendencia. Desde el comunismo ruso, con este vocablo se designa a los trabajadores, principalmente a los obreros que carecen de propiedades y de medios de producción, por lo que para ganar dinero tienen que alquilar su fuerza de trabajo a la burguesía.
El texto de Pelegrín es producto de entrevistas y menciona primero al diestro Alberto Lamelas, que cuando vuelve de Francia, cuelga el vestido de luces, se sienta tras el volante de un taxi y, dejada a dejada, se gana la vida. Eso, ¡claro!, cada día, después de haber entrenado como si fuera a torear tres tardes en San Isidro. A imaginarse uno que ese que conduce ha toreado en Las Ventas y es el mismo al que durante el pasado mayo en la plaza de Alés, le arriaron un tabaco de veinte centímetros que rompió la safena. A imaginarse que ese chófer, en Vic Fezensac, lidió magistralmente a “Cantinillo”, un manso de Dolores Aguirre, bicho que saltó a la arena mostrando dos pitacos como para adornar cantinas y las intenciones del mismo satanás.
El artículo también habla de tres novilleros proletarios, uno que vende productos nutricionales y que espera que dentro de algunos años su trabajo le dé para dedicarse al mundo del toro. Otro que para ayudarse, se dedica por temporadas a cuidar caballos, a albañil y a camarero en el bar de la familia. Y uno más que se mete a peón en los olivares. Para finalizar cierra con la experiencia del matador de toros Fernando Cruz que ha sido desde pintor hasta fotógrafo de los niños que en Navidad gustan retratarse con el pesado de las carcajadas, las barbas y el traje rojo.
En México, también los hay y muchos: camareros, ayudantes, mensajeros.
Son espadas que se juegan la vida en serio y que tienen que poner dinero de su bolsa para hacerlo, porque la promesa de la fama, las mujeres, el cortijo y el Mercedes, es exclusiva para unos cuantos.
Esta clase social de la torería, por lo general, en virtud de los morlacos que tienen que matar, se ha pasado días y noches con La Magnífica hipotecada en los labios y de seguro, pensando en no volverse a arrimar a un toro ni cortado en bisteces. Pero, siguen su ilusión obsesionados. Van al tendido y -si te tienen confianza- te predicen como si tuvieran una bola de cristal, lo que va a hacer el de los cuernos; guardan los secretos de su oficio como lo mejor de su patrimonio y se apuntan a las ferias de los pueblos soñando con que una tarde triunfarán en una plaza importante. Mientras tanto, silenciosos y melancólicos miran al ruedo donde está su ensueño. En el fondo, es mejor así que nada, porque sin ver pitones la vida no tiene sentido, la prueba es que siguen saliendo a lo que les echen, así sea cada viernes de San Juan. No se retiran, porque lo dicho renglones arriba, lo reconocen cada vez que vestidos de luces esperan en el humilde cuarto de un hotel de pueblo, entre la soledad y la penumbra, con las manos a la espalda y el corazón, y los cojones en su sitio.