La Universidad Nacional Autónoma de México alberga en sus aulas a cerca de 350 mil alumnos en el ciclo escolar 2016-2017, de los cuales 30 mil están en posgrado y más de 205 mil en licenciatura.
Esto es solamente un ejemplo. Universidades privadas como la Iberoamericana de la Ciudad de México, tienen una población de más de 10 mil estudiantes.
No, este no es un artículo estadístico. Es una reflexión, una preocupación: ¿Hacia dónde miran los alumnos, las universidades y eso que los estudiosos llaman sistema educativo?
Alguna vez, charlando con Javier Sicilia, este soltó alguna de esas ocurrencias que no por irónicas carecen de una gran profundidad. Decía que lo único que le falta al mundo burocratizado es la Secretaría del Amor. Lo dijo hace muchos años, lo cierto es que hoy, hay países que tienen Ministerios de la Felicidad e instituciones que se hacen llamar serias, con áreas enfocadas al alcance de la felicidad.
Pero no quiero desviarme. Esta ironía sobre la Secretaría del Amor estaba orientada a una seria crítica al modo como ha evolucionado la educación escolarizada en nuestro país y en muchos otros.
No estoy incursionando en temas pedagógicos, no soy experto, ni siquiera aprendiz. Estoy intentando responder una pregunta existencial. Una exigencia que los antiguos descubrieron y se dieron a la tarea de responder: jamás expidieron certificados, ni registraron sus reflexiones para que se les otorgara validez oficial y así, sin títulos ni menciones honoríficas de por medio, sino con la amenaza de la espada conservadora del poder fueron acusados de corruptores de la juventud; corrompían, claro la comodidad, el silencio conformista y despertaban la “horrenda” tentación de la crítica. Y fueron juzgados y desterrados, o bien, como Sócrates, sometidos al juicio sumario que le hizo beber la cicuta. Condenado a muerte por defender la búsqueda de la verdad.
En etapas no muy lejanas, en la década de los 30, funcionaba en España el Instituto Libre de Enseñanza; sin aulas, sin exámenes aterradores, su fundador, Francisco Giner de los Ríos, aseguraba que un día de campo en ocasiones generaba mayores significados que una aburrida cátedra. Y no formaban parte de ese instituto unos vagos sin oficio, ahí estudio Ortega y Gasset. Pero fue peligrosa para la dictadura franquista y desapareció durante su régimen. Giner ya había muerto, pero su herencia fue envenenada igual que Sócrates.
Volviendo a la expresión de Sicilia, se ha querido silenciar el hecho de que tanto la enseñanza de las ciencias exactas y la reflexión humanista deben ser producto de un llamado existencial. No de un requisito para acceder al mercado del conocimiento, ni al servicio del poder.
Seguro estoy que el más revolucionario de los descubrimientos científicos, fue, por principio, germinado en una mente apasionada, enamorada del conocimiento. Después vinieron los métodos, las validaciones oficiales. Después, no antes.
Hoy parece más importante, sin embargo, cumplir con parámetros establecidos, con normatividad que valide, con métodos y lineamientos que se internacionalizan y bajo tres o cuatro monopolios del saber que deciden qué es lo que permite otorgar títulos reconocidos.
Los estantes de las bibliotecas se llenan de tesis que nadie leerá porque las verdaderas aportaciones a la verdad emanan de las mentes humanas, de seres humanos de carne y hueso que se han apasionado por el saber, no por obtener un título.
En otras edades, el universitario sería un crítico de McDonald, hoy el universitario es uno entre millones de candidatos a ocupar su gerencia.
Y al lado de esto, algo que abona a la esterilidad de la educación escolarizada es considerar que la enseñanza de la técnica, o el arte, son de “segunda” y no otro tipo de saber: la técnica, como el arte, son otro modo de acceder a la verdad.
Pero me parece que en tanto el conocimiento, la búsqueda del saber, no tenga por motor una filosofía (un amor a la sabiduría), teórica, científica, artística o técnica, continuaremos generando millones de titulados que usan el papel para obtener un empleo.
Ah, me olvidaba… Los padres de la ciencia eran filósofos, aquellos que se dedicaban a un tipo de pensamiento que hoy desechan los sistemas educativos modernos.
Pero esa mirada, en tanto crea que el mercado es una realidad infinita, seguirá egresando fracasados y no podrán —no pueden— garantizar trabajo a millones de jóvenes universitarios.
Hasta la próxima.