Dios, para la mayoría de los científicos del Renacimiento, era una figura muy diferente al Dios castigador que ha encumbrado la Iglesia católica. El Dios, de los sabios, ahora conocidos como científicos del Renacimiento, era un Dios, una figura que estaba en un lugar indefinido del Universo, pero con capacidad para dar vida a lo existente.
Pero la Iglesia católica, unos siglos después de la caída del Imperio Romano, no tenía un eje que le diera consistencia a sus actos. En cada lugar y región, cada grupo de creyentes aplicaba normas en base a sus propias interpretaciones, de tal manera que la unidad de la Iglesia estaba en juego, mientras más transcurría el tiempo más peligros se presentaban.
La idea de darle unidad a la Iglesia católica, de crear un referente que sirviera de guía para todos, surgió a partir del Concilio de Nicea, celebrado en el siglo IV, de nuestra era. El fundamento de ese dios tuvo como antecedente las nociones que sobre la naturaleza y la vida tenían los filósofos postsocráticos: Aristóteles y Platón.
Con ellos se enterró, aunque no de manera definitiva, otras creencias sobre el origen del Universo, así como de la naturaleza, como aquella de origen presocrático, heraclitiana y retomada por Nietzsche, para quien ese fluir eterno es también un eterno retorno del poder, así como la araña teje su red a la luz de la luna, el poder regresa una y otra vez: lo que vivimos ya lo vivieron otros.
El fluir eterno tiene dos caminos uno hacia atrás y, otro, hacia adelante, lo que hace que en un punto ambos se encuentren de nuevo: todo se repite, pero como poder, un poder que desplaza, establece jerarquías y acuerdos. Los filósofos mundanos convirtieron el fluir eterno en metas terrenales, como poder.
Para Aristóteles el Universo era producto de la existencia de un “motor inmóvil” que en algún lugar del Universo daba vida a la naturaleza. Mientras que para Platón todo se explicaba por la existencia de una idea previa, ésta por lo general se asociaba a la presencia de una divinidad creadora del universo y la naturaleza. El mundo estático, terrenal, asequible, con metas aquí y ahora, pero como poder.
El concilio de Nicea sirvió para crear las bases fundamentales que le dieron vida a la Iglesia católica actual, como el surgimiento de aquello que conocemos como “nuevo testamente”, la Biblia, que fue creada, de acuerdo a Michael White, autor de la biografía sobre Bruno, siglos después de que habían ocurrido los hechos, en base a creencias, dichos, recuerdos…
Muchas de sus creencias o dudas acerca del dios de la cristiandad, se las guardaban con el fin de evitar un conflicto con la Iglesia. Esta institución, en el marco de la revuelta protestante en su contra, que minaría el poder de la Iglesia como un poder absoluto, veía cualquier desacato como una amenaza a su existencia.
Para Bruno, que sabía de los descubrimientos de Copérnico, su auténtica biblia, el mundo era un mundo lleno de otros mundos, en donde había otras vidas, otros seres que también tenían sus propios dioses. Aunque era un creyente, consideraba a la Iglesia católica como un lastre y a las religiones como fuentes de conflictos guerras y matanzas entre seres humanos. Creía que era conveniente poner un punto final a la religión y empezar de cero.
La Inquisición no le perdonó los cuestionamientos lanzados contra los fundamentos de la Iglesia. Es imposible que una virgen pueda dar vida, decía, y el “Mesías” no era más que el hijo de Dios, pero no podía ser Dios. No era verdad que el pan se convirtiera en cuerpo de Dios ni que el vino fuera la sangre de Cristo.
Estudioso de las religiones precristianas, cercano a las ideas herméticas de las que también se burlaba, amigo de reyes, príncipes y reynas, así como de intelectuales de la época, nunca abdicó de sus creencias.
Con engaños se trasladó a Venecia, tras trabar relaciones con quien finalmente fue su delator ante la Inquisición, un comerciante veneciano. Vivió aproximadamente nueve años en cárceles de cuatro metros cuadrados, sin iluminación, paredes húmedas, llenas de ratas y sujeto a grilletes que lo tomaban de sus pies.
Fue sacrificado en Roma, y en este mes se cumplen justamente 418 años de muerte. Bruno fue un parteaguas de la historia humana y de los cuidados que se deben tener con esa institución eclesiástica. Si se escuchara a Giordano, no habríamos vivido los desmanes de esa “sombra” que nos acompaña a pesar de que, como diría Nietzsche: Dios ha muerto.