Hace algunas décadas Ecatepec, botón de muestra que se repite a escala nacional, era un puñado de pequeños pueblos asentados en las faldas de pequeñas montañas. Con el modelo de industrialización llamado de Sustitución de Importaciones (que se promovió en la segunda mitad del siglo pasado), las montañas se mutaron en un paisaje gris, reflejo de la tonalidad de los tabicones con la que millones de habitantes construyeron sus viviendas.
El sedimento de lo que fueron los antiguos lagos de San Cristóbal, Texcoco y Zumpango, cedieron su lugar a miles de familias que llegaron del lastimado mundo rural y semirural mexicano. Los “polos industriales” hicieron que los pueblos quedaron atrapados entre colonias irregulares así como fraccionamientos horizontales abiertos y más tarde cerrados y verticales, que borraron los límites con la Ciudad de México y municipios vecinos.
Los sismos ocurridos en la capital del país, en la década de los ochenta, agudizó el crecimiento de la mancha urbana y la proliferación de fraccionamientos que, comparados con la cantidad de población que habitaba en los pueblos, compitieron en términos de la ocupación del suelo y del territorio así como de la enrome necesidad de servicios públicos y sociales. PRI, PAN y PRD, fueron probados por la población como alternativa, pero nada ocurrió.
En general, la apertura de mercados que acompañó a la globalización convirtió algunos espacios que ocupaban las fábricas del modelo de sustitución de importaciones, en centros comerciales, financieros y de recreación. Los nuevos pilares de la economía fundados en el comercio, los servicios personales, financieros, no han tenido la fuerza que en su momento tuvo el sector industrial.
El drama está en que la globalización, marcada por la influencia de las modernas tecnologías de la comunicación, suprimió la antigua misión de los modelos socioeconómicos. Hasta hace algunas décadas, los modelos apuntaban a la constitución de un “ser”, fundado en ideales en torno a los cuales ajustaba su vida en la perspectiva de un futuro ideal. Ahora, el ser se ha mutado hacia el “estar”: una lógica material inmediatista, de tipo hedonista, sin más ideales que el ahora.
Allá en las profundidades, la transición del ser al estar ha sido brutal. Lo anterior, si esa transición la ubicamos en un contexto en el que la caída de los ideales implicó un paso al vacío para aquellas capas de la población que se encuentran ubicadas en la parte más baja de la escala social. Detrás de los muros grises, de las calles empinadas que se miran a lo lejos así como de la aglomeración de viviendas sin sentido del habitar sino del alojar, se ha vivido un embrutecimiento social.
Antiguas formas de violencia social se han revitalizado aunque en el lenguaje común aparecen como causas de la pobreza, cuando en realidad son efectos de la idea de una sociedad que se aleja de lo social humano. Hablo de una violencia social en el sentido no de agresión física o psicológica sino de exclusión y marginación de ciertas capas de la población con respecto a los beneficios de una sociedad humanizada.
Se ha creado un ambiente propicio para que las sociopatologías o psicopatologías emerjan como los hongos durante la temporada de lluvias. La prostitución, el alcoholismo, la drogadicción, los asaltos a transeúntes o los robos a casas habitación, se han incrementado. De igual manera, las secuelas psíquicas que deja en ciertos grupos humanos, es decir, que modifican e influyen en la personalidad de los individuos.
Es verdad, como dicen los especialistas en los estudios de los asesinos seriales, que éstos no necesariamente provienen de las capas sociales más desfavorecidas. Sin embargo, también es cierto que los asesinos seriales alimentan su personalidad trastornada por vivencias de su infancia con sectores de la población vulnerable, que han sido arrojados a la prostitución, la búsqueda de ropa barata, casi siempre acompañada de la necesidad de dinero y una dosis de afecto.
Se trata de la dialéctica de un drama humano y de poder. Un trastorno de la personalidad puede provenir de la misma vulnerabilidad de ciertas capas de la población que excluidos de ciertos beneficios sociales son arrojados a la ruleta de “oficios” y actividades que luego repercuten en el núcleo que se presume es la base de la sociedad actual, la familia. Un hijo que vivió los efectos de ver prostituirse a su madre mientras su padre padecía de alcoholismo, es potencial asesino en serie.
Le pregunté a mi amigo René González (eminente psicólogo y quien durante décadas fue profesor de la UDLAP) acerca de cómo evitar que los trastornos sociales impactaran la vida de las familias y repercutieran en la conformación de lo que ahora se llama “monstruos”, y su respuesta fue otra pregunta muy simple: ¿En dónde están los exámenes psicométricos que se aplicaban a los alumnos de primaria, en los años setenta, y que permitían detectar ese tipo de problemáticas?
Quienes hemos caminado por las calles de las colonias periféricas de Ecatepec (y de otros municipios de la zona metropolitana de la ciudad de México), sabemos de la firmeza espiritual de las familias, de la vitalidad de hombres y mujeres que han logrado reconstruir agrestes territorios en lugares en los que todavía se puede vivir. Pero lo que ha ocurrido en los últimos años no tiene nombre y apenas lo han podido soportar.
En contexto adversos y sus efectos en la salud mental de la sociedad va más allá de atender pura y simplemente padecimientos psíquicos, dijo Silvia Ortiz, del Departamento de Medicina de la UNAM, “hoy se sabe que cuando se tiene un trastorno mental se trata de un problema biológico que puede ser tratado por un médico, pero también se sabe que el contexto del sujeto interactúa con los factores biológicos para llevar a este tipo de trastornos de la mente” (La Jornada: 10/10/2018).