Don Pedro era un hombre macho entre los machos. Rudo y solitario, a veces pareciera ser una persona fría y despojada de buenos sentimientos. Ahora se encontraba —por primera vez—, en la cama de un consultorio médico. Muy a su pesar, Don Pedro se había visto obligado a consultar a un galeno debido a una protuberancia que le había salido en el cuello, a la altura de la garganta.

—“Don Pedro, tengo que abrir el tumorcito porque nunca había visto algo así”, le había dicho el doctor. “La verdad no sé qué es, tiene una textura muy extraña”.

—Don Pedro, fiel a su macha costumbre le dijo: “Ábralo pues, pero ni piense que me va a dormir para hacerlo; yo prefiero aguántame a lo macho”. 

El doctor, siguiendo las instrucciones de Don Pedro, cubrió el pequeño tumor con una gasa, suave y blanca, y procedió a abrir la piel. La incisión era superficial pero dolorosa. Al introducir el bisturí en el tumor salió un gas pestilente y se oyó un gemido escalofriante que salía del pequeño corte. El doctor retiró el bisturí espantado, el grito había salido de la incisión, pero parecía que Don Pedro no había escuchado nada y no había nadie más en el consultorio.

Sin saber cómo, tembloroso y sudando, el doctor procedió a retirar la gasa que protegía la incisión. Al quitarla, vio que enredadas en ella se encontraban las palabras que había escuchado al hacer la incisión: “He vivido con miedo toda mi vida”.