Hoy quiero ponerle nombre al atardecer, le llamaré nomeolvides. Es una flor pequeñita, color azul cielo, que luce en su centro los colores del atardecer.

No entiendo porque es ya tan difícil encontrarlas, antes se veían en cualquier jardín, en cualquier patio.

Nomeolvides, que nombre tan simple. Nomeolvides tiene algo de súplica y de estoy y estaré contigo por siempre.

Quizá eso sucede con el atardecer, es difícil imaginar un día sin un atardecer que nos dice: “duerme bien, descansa, mañana te cubriré con sábanas azules de filos dorados”.

El atardecer es, como si alguien —quizá los pájaros nos dijeran, sigue, sueña—, tal vez descubras la realidad que duerme dentro de ti.

Los nomeolvides me recuerdan algo intrigante de mi niñez: las uñas sucias. ¿Cómo se metía la mugre en espacios tan pequeños?, ¿por qué no quedaban limpias nunca?

Guardo un recuerdo vago, me veo cortando unos pocos nomeolvides de un jardín. Escucho una voz conmovida hasta las lágrimas y el atardecer acompañado de pájaros volando en silencio hacia las enaguas verdes de los árboles.

Yo, traigo puesto, como siempre, un pantalón con algún agujero en las rodillas y en mis bolsillos, un montón de preguntas y mi canica preferida, el nomeolvides cascado.