Pocas figuras han sido tan recurrentes en la cultura popular mexicana como “el naco”. Caricaturizado, despreciado y amado, se mantiene como una de las más significativas reminiscencias de la desigualdad, el racismo y el clasismo, así como “uno de los calificativos más hirientes del español mexicano”, diría Enrique Serna. No solo porque es usualmente relacionado con las comunidades más marginadas y de bajos recursos, sino porque también permanece ahí, como una voz oculta, pero constante, sobre el prevaleciente rechazo a lo indígena.
Hoy en día, nada nos habla tanto de “lo naco” como Nacasia y Vítor, con su acento de barrio, sus coloridas vestimentas brillantes de animal print, su escasa “cultura” y su pobreza. En la década de los 80, Luis de Alba hizo lo propio a través de dos personajes bastante populares en la televisión de la época: Por un lado, El Pirruris era el epítome del chico adinerado que comenzaba la instauración de lo fresa, mientras El Chido, con su peculiar lenguaje y su bravuconería, se convertía en el héroe de barriada. El naco se ha construido y lo sigue haciendo en contraposición. Es aquello que una pretendida clase alta y/o culta busca no ser.
En “El naco en el país de las castas”, Enrique Serna relata cómo el naco surgió bajo esta lógica en durante los años 60 y 70, cuando la estabilidad económica permitió “posibilidades de ascenso para la clase trabajadora” que podía acercarse al estilo de vida de los niños bien. El término, tomado del lépero y pelado tan usados para definir a la chusma desde el siglo XIX hasta mediados del siglo XX, fue el inicio de una ferviente campaña discriminatoria contra las masas por la indignación y el temor ante su avance simbólico y territorial a lo largo de la Ciudad de México: “Indignación por haber engendrado su propia caricatura, temor a perder un predominio social sustentado en la exhibición del status”. La cerrazón de calles y el amurallamiento de las zonas residenciales, son síntomas de aquel repudio de antaño, continúa.
Bajo esa lógica, en realidad, muchas cosas pueden cruzar esa incierta línea. Los Ángeles Azules fueron por muchos años el referente perfecto de esa música tarareada por los nacos en los bailes y los microbuses, hasta que colaboraron con Ximena Sariñana y su inclusión en el repertorio de antros y bares de moda. Ahora, con el auge de las tiendas fast fashion, uno puede más o menos emular ese ideal de gente bien, estar al tanto de las tendencias e imitar a los influencers a través de las redes sociales y endeudarse por algunos años con el gadget del momento: “Quien solo vale por su aspecto necesita defenderse con uñas y dientes cuando un sujeto al que considera inferior trata de imitarlo”, continúa. Así, el establecimiento de esos símbolos es más o menos una cuestión frágil y se va reinventando.
También, Serna reitera el origen de “naco” como “indio de calzones blancos”. En algunos municipios y comunidades de la Sierra Norte de Puebla, aún es posible escuchar este uso. Es común, por ejemplo, que un hombre salga “a naquear” o ande naqueando” cuando pretende a una mujer indígena, de tal modo que en esos rumbos queda claro que los “naquitos” siguen siendo los indígenas. Parece que lamentablemente en México, si se debía establecer un nuevo término humillante, este tenía que seguir lastimando a la ya tan olvidada comunidad indígena: “La experiencia demuestra que, en este país de castas, cuando hemos tenido barruntos de prosperidad, el mismo grupo impulsor del despegue capitalista repudia la incorporación de los marginados a la sociedad de consumo”, recalca Serna.
Siempre surgirán nuevos referentes de lo naco dependiendo qué tanto esto último comience a acercarse a los de arriba. Finalmente, y para nuestra suerte, “ignoramos nuestra condición de nacos hasta que alguien viene a echárnosla en cara”, por lo que aprovechemos para bailar cumbias, tomar caguamas en la esquina de nuestra calle y usemos la camiseta de nuestro equipo de fútbol favorito para ir al súper, entre muchas otras costumbres, tal vez mañana eso se convierta en un símbolo de estatus.