¿Cómo y por qué sucedió eso dentro de mí?, ¿qué hice?, ¿por qué sentía tantas ganas de llorar? Por lo visto, el único loco era yo. Parecía que a nadie le importaba la muerte de mi perro: El Ali.

Mi perro, mi amigo aventurero capaz de adentrarse en las casas más ruinosas y abandonadas del barrio o en las minas de arena, olvidadas.

El Ali era más que un amigo, era un héroe que contagiaba su valor a toda la palomilla.  Así era él, mi gallardo y majestuoso perro salchicha, que por las noches se convertía en suave y amorosa almohada que vigilaba mis sueños.

Hoy, pertenezco más al pasado y menos al futuro, lo que me permite desnudar mi alma —un poco—, sin disimulos.

A  veces me siento solo en mi locura, en mi mundo, en mis sueños y  pesadillas. ¿Acaso los locos tienen que vivir en soledad? Es curioso, amo a mi locura. Me incita a verme en aquello que trasciende el tiempo, ese clavo sujetador de nada, pero que es capaz de mantener en la memoria a los ojos de mi abuela y las orejas largas de mi perro al que nunca más volví a ver. Me dijeron que, alguien, lo había envenenado.

No se si la soledad es locura porque se está solo, solo con los sueños que, a veces, toman cuerpo y forma de espinas; otras, simplemente soplan como una leve sonrisa que me mira con ojos de cielo. ¿Sueños, memorias, locuras? No lo se y me importa poco, porque se que estoy vivo.   

Tengo ya tantas cenizas en mis ojos que lloran, sólo porque si. Cenizas de amores idos, cenizas de locuras, aunque faltan las cenizas de mi perro, El Ali. Aquel día no estaba en la puerta, esperándome como era nuestra costumbre para decirnos: te amo.