De repente me sorprendo yo solito de las tarugadas que pregunto o me preguntan. Por ejemplo: ¿No has visto mis llaves? Y te responden.

—¿Pus dónde las dejaste?

¡Jo!, si yo supiera dónde las dejé no preguntaría. O cuando llegas a tu casa empapado por el tormentón que está cayendo.

—¿Te mojaste, mi amor?

—No, estoy aprendiendo a nadar con la ropa puesta.

O cuando estás en la mitad de la sala en calzoncillos aventándote aire en la cara con un periódico y, con una gracia infinita te preguntan: —¿Tienes calor?

—No, quiero averiguar si todavía tengo mi ombligo.

Y que tal cuando te quedas “jetón” viendo la tele y te preguntan.

—¿Te estabas durmiendo?

—No, estaba tratando de adivinar qué se siente ver la tele con los ojos cerrados.

—¿Muerde su perro?

—No, se traga los huesos con refresco de naranja. En fin.

Quizá la pregunta que para mi raya en un ejercicio Zen es cuando me preguntan

—¿Qué horas tiene?

—En ese momento las neuronas de mi cerebro enloquecen y me imagino: ¿traigo las horas en la bolsa de atrás o las dejé en el buró. ¿Cómo le podré responder a este buen hombre, qué horas traigo …y así, mis neuronas se divierten de lo lindo, sobre todo con las preguntas referentes al tiempo, no al clima, sino a ese ingenioso invento de medir el tiempo.

Para mí, el tiempo no existe como lo pensamos, porque el pasado ¡ya pasó!, el presente es un momento inmedible, porque al instante “ya se volvió pasado” y el futuro nunca alcanza a llegar, siempre se queda allá, en el futuro. La magia de esta cuestión es que el sol sale y se mete con gran precisión, la tierra y todo en el cosmos gira, como si tuvieran un reloj mágico.

Por cierto, ya se oscureció y “no se ni qué horas son”, ¡Órale!